25 de marzo de 2010

En el Parque de Atracciones nada sigue igual


La vida sigue igual (1969), Eugenio Martín 

De las atracciones con las que se inauguró el modernísimo Parque de Atracciones de Madrid en 1969 muchas han desaparecido ya. Prestaba su singular perfil al parque de la Casa de Campo la montaña rusa denominada “7 Picos”. Fue diseñada por el alemán Anton Schwarzkopf (http://schwarzkopf.coaster.net) y desmontada en 2005 para dar cabida a nuevas atracciones, en una de las sucesivas remodelaciones que han intentado adecuar la oferta del parque madrileño a la de los parques temáticos de nueva construcción. El mismo camino siguieron atracciones tan emblemáticas como “El Pulpo” -desmantelada después de un accidente mortal en 1986-, “El Gusano Loco”, el “Laberinto de los Espejos” o la “Casa Magnética”.

Casi todas las atracciones tienen cabida en La vida sigue igual, la película que novelaba la biografía de aquel joven Julio Iglesias que tras una lesión futbolística triunfaba en el Festival de Benidorm. Se trata de sendas escenas con montaje musical. En tanto que en la primera, Julio y su novia, María José (Charo López), se divierten y juguetean, la segunda es un paseo nostálgico, con las atracciones –el tiovivo, los coches de choque…- cerradas.

También se rodaron en sus instalaciones El padre de la criatura (1972), con Paco Martínez Soria, Una abuelita de antes de la guerra (1975), con Isabel Garcés y Tres suecas para tres Rodríguez (1975), con Tony Leblanc, Antonio Ozores y Rafael Alonso corriendo tras sendas nórdicas. Se ve que el contrapunto resultaba eficaz.

En La vida sigue igual Julio Iglesias alterna sus estudios con el fútbol como jugador "amateur" del Real Madrid. Un día, se lesiona el portero del equipo y el entrenador le comunica que debutará el próximo domingo. Julio celebra con sus amigos y con Maria José, su novia, su próximo debut como titular del Real Madrid. Pero aquella noche sufre un accidente de automóvil y queda paralítico. La recuperación es lenta. Sus amigos –Micky (Micky, el de los Tonys), Quique (Andrés Pajares), el vividor, e incluso su novia le visitan cada vez menos. En un hotel de la costa mediterránea encontrará un nuevo amor en la telefonista (Jean Harrington) que le inspirará esas baladas melosas con las que se presenta al Tercer Festival de la Canción Europea.

El certamen, presentado por el televisivo José Luis Uribarri, tiene lugar de nuevo en el Auditorio del Parque de Atracciones, un anfiteatro al aire libre con capacidad para ocho mil personas sentadas –eso sí, sobre duro cemento-, que en su día fue escenario de cuanto concierto multitudinario pudiera albergar Madrid. Serrat, Massiel, Camilo Sesto, Raphael o Los Pecos, cantaron allí. La película no es apta para diabéticos ni para hipocondríacos. 

La vida sigue igual (1969) 
Producción: Star Films / Filmayer Producción (ES) 
Director: Eugenio Martín. 
Guión: Vicente Coello, Leonardo Martín, Miguel Rubio y Eugenio Martín. 
Intérpretes: Julio Iglesias (Julio), Jean Harrington (Luisa), Charo López (María José), Micky (Micky), Mayrata O'Wisiedo (la madre de María José), Andrés Pajares (Quique), William Layton (don Miguel), Florinda Chico (Mercedes), Goyo Lebrero (Atilio), Rafael Hernández (el taxista), Erasmo Pascual (), Betsabé Ruiz (), María Dolores Tovar (), Paquito Rodriguez (), Paloma Juanes, Inma de Santis (la niña), Bárbara Rey (una gogó en el Sagitario). 
91 min. Color (Eastmancolor)

22 de marzo de 2010

Saturno en una azotea de Tokio


House of Bamboo (La casa de bambú, 1955), Samuel Fuller 

Un parque de atracciones en la azotea de un edificio comercial de Tokio. Suponemos que estará allí para que los niños se entretengan mientras sus padres hacen la compra. Hay un trenecito infantil y una pequeña noria con avioncitos. La atracción principal es una especie de Saturno giratorio en cuyo anillo se sienta el público para contemplar una panorámica circular de la ciudad desde lo alto.

Cuando Sandy Dawson (Robert Ryan) desemboca allí perseguido por Eddie Spanier (Robert Stack) ya sabemos que en este escenario se dirimirá el desenlace de House of Bamboo. Ambos van armados. Sandy es un tipo sanguinario pero amigo de sus amigos; un mafioso de tomo y lomo que pone la lealtad por encima de todo. Ha acabado con su lugarteniente (Cameron Mitchell) de modo expeditivo al sospechar que le hubiera traicionado. Pero, no, el traidor es Eddie. Y la deslealtad en la banda de Sandy Dawson se paga con la vida.

La policía desaloja a los niños. Sandy trepa a la atracción planetaria. Desde ahí domina toda la azotea. Eddie ordena que pongan en marcha la rueda. Cruce de disparos. Mientras Sandy responde al fuego de la policía, Eddie logra subir. La suerte está echada.

Violencia seca, percutiente, que hace que cuatro o cinco escenas nos atraviesen de parte a parte como certeros balazos con la rúbrica de Sam Fuller. 

House of Bamboo (La casa de bambú, 1955) 
Producción: 20th Century-Fox (EEUU) 
Director: Samuel Fuller. 
Guión: Harry Kleiner. 
Diálogos adicionales: Samuel Fuller. I
ntérpretes: Robert Ryan (Sandy Dawson), Robert Stack (Eddie Spanier), Shirley Yamaguchi (Mariko), Cameron Mitchell (Griff), Brad Dexter (el capitán Hanson), Sessue Hayakawa (el inspector Kito), Biff Elliot (Webber), Sandro Giglio (Ceram), Elko Hanabusa. 
102 min. Color. Scope.

19 de marzo de 2010

Adúlteros en la feria de Nottingham


Saturday Night and Sunday Morning
(Sábado noche, domingo mañana, 1960), Karel Reisz 

Free Cinema 
Alan Sillitoe, el autor de la novela en que se basa Saturday Night and Sunday Morning, había huido del ambiente asfixiante de Nottingham en la década de los cincuenta y recala en España, en Mallorca, decidido a dedicarse a la literatura. Las aventuras de Arthur Seaton se inspiran en una anécdota que le cuenta su hermano sobre un compañero de trabajo que los fines de semana bebe hasta desplomarse en las escaleras de su casa. Tres años después de su publicación, en 1961, la novela había vendido un millón de copias en edición de bolsillo. Es probable que parte de este éxito editorial se debiera a la encarnación que Albert Finney hizo del (anti)héroe sillitoeano. Su padre también era un buen trabajador. Los patrones se encargan siempre de recordarlo, pero los jóvenes airados rechazan este blasón por alienante. El trabajo no dignifica, embrutece. Karel Reisz, emigrado al Reino Unido durante la ocupación nazi, crítico de la revista cinematográfica “Sequence” y coordinador de la programación del National Film Theatre, elige esta novela para su debut en el largometraje. Produce la Woodfall de Tony Richardson —¿recuerdan The Entertainer?—.

Las películas de los jóvenes airados británicos –los creadores, a mediados de los años cincuenta, de la etiqueta “Free Cinema”- suelen situar su acción en barrios obreros de ciudades industriales. Películas “de fregadero” las bautizaron despectivamente los críticos en su época. La cámara entraba, efectivamente, en las cocinas de esas casas unifamiliares de ladrillo ennegrecido, en las fábricas, en las oficinas siniestras, en las cadenas de montaje. Claro que el ojo inquieto también se colaba en los espacios de ocio: pubs, clubs de baile, ferias…

Lo único que quiero es pasarlo bien 
La secuencia de precréditos nos sitúa en una cadena de montaje en una factoría de Nottingham. Un travelling individualiza la figura de Arthur Seaton (Albert Finney). Su voz en off da cuenta de su espíritu indomeñable. Catorce chelines a la semana por mil piezas diarias, ni una más. El viernes recoge la paga, entrega la mitad a su madre y se va de juerga. No está dispuesto a terminar como sus compañeros, que fueron sojuzgados durante la guerra y ahora lo siguen siendo por los métodos de producción tayloristas: —Lo único que quiero es pasarlo bien. El resto es propaganda.

El nervio de la cinta, su pulso vibrante, queda subrayado por una partitura jazzística de Johnny Dankworth, que se mezcla con melodías populares procedentes de la radio, la feria o la banda de rock’n’ roll que toca en el pub. Sorprende en cambio encontrarse en dos puestos claves como son fotografía y montaje a dos profesionales cuyos nombres se asocian a las producciones de terror de la Hammer, como Freddie Francis y Seth Holt. A pesar de ello, la mirada documental se revela en la captación de mil detalles del trabajo en la fábrica o el ambiente del pub. No olvidemos que los creadores del Free Cinema habían propugnado un nuevo modo de acercarse a la realidad contemporánea de su país.

En el pub Arthur bebe hasta reventar y luego se marcha con Brenda (Rachel Roberts), la mujer del capataz. Pero Arthur la engaña con la joven Doreen (Shirley Ann Field). Arthur y Brenda se encuentran en la feria instalada en la ciudad. Una feria idéntica a otras tantas de cualquier lugar y época: coches de choque, un carrusel, puestos de tiro al blanco y puestos de juegos de azar. Todas ellas quedan perfectamente integradas en unas escenas rodadas y montadas con nervio documentalista. Arthur ha ido con Doreen y su amigo Loudmouth (Colin Blakely, el doctor Watson en la particular visión de Holmes por Billy Wilder). Brenda está con su hijo, su marido y dos amigos de éste, militares. No es mal sitio la feria para un encuentro clandestino. Pero todo ocurre vertiginosamente aquí. Arthur y Brenda sólo tienen tiempo para hacerse reproches, no para explicarse. Tampoco sabrían. 

La escena finaliza cuando los soldados corren en pos de Arthur en tanto que el marido de Brenda la abofetea en público por su infidelidad. La música y el bullicio incontenibles sirven de oportuno contrapunto. 

Saturday Night and Sunday Morning (Sábado noche, domingo mañana, 1960)
Producción: Woodfall Film (GB)
Director: Karel Reisz. 
Guión: Alan Sillitoe, basado en su novela homónima. 
Intérpretes: Albert Finney (Arthur Seaton), Shirley Anne Field (Doreen), Rachel Roberts (Brenda), Hylda Baker (tía Ada), Norman Rossington (Bert), Bryan Pringle (Jack), Robert Cawdron (Robboe), Edna Morris (Mrs. Bull), Elsie Wagstaff (Mrs. Seaton), Frank Pettitt (Mr. Seaton), Colin Blakely (Loudmouth), Avis Bunnage, Irene Richmond (la madre de Doreen), Louise Dunn (Betty), Anne Blake. 
89 min. Blanco y negro.

17 de marzo de 2010

Las atracciones de Brighton


Brighton Rock (1947), John Boulting 

Los gemelos Boulting 
En el cine británico de posguerra los creadores cinematográficos a cuatro manos crecían como setas. Sería el clima. O acaso el paraguas que les ofrecía sir Arthur Rank para distribuir sus películas. De este modo se asentaron varios tándems de directores-productores-guionistas que actuaban desde una relativa independencia. Los que más veces dieron en la diana fueron los arqueros Powell y Pressburger, pero no deben olvidar ustedes a Sydney Gilliat y Frank Launder ni a los gemelos Boulting.

Habitualmente uno de los Boulting dirigía y el otro producía. En Brighton Rock le tocó a John lidiar con los actores y a Roy quedarse en la oficina. Ambos tenían ciertas preocupaciones sociales. John había luchado en España con las Brigadas Internacionales y durante la Segunda Guerra Mundial se incorporó al equipo cinematográfico de la RAF para la que rodó un docudrama sobre la tripulación de un bombardero titulado Journey Together (1945). El protagonista… Dickie Attenboroug.
Ustedes conocen a Lord Richard Attenborough porque dirigió esos monumentales biopics sobre Gandhi (1982) y Chaplin (1982), pero en 1947 todavía lo llamaban Dickie. El joven actor se había ganado la simpatía de todos los británicos como el joven marinero que muere al final de In Which We Serve (Sangre, sudor y lágrimas, 1942), la película de esfuerzo bélico que supuso el debut en la dirección de David Lean bajo la tutela de Noel Coward. 1947 fue un gran año para él. Protagonizó dos adaptaciones de policiacos de Graham Greene que le dieron oportunidad de desarrollar el tipo para el que sería utilizado habitualmente como actor: un individuo atormentado, apocado y siempre dispuesto a la traición. Los apuntes de sadismo dependían del argumento. The Man Within (1947) relata una historia de delación y lealtad entre criminales. Pero Brighton Rock es otra cosa. La cinta se basa en una novela de Greene que aquí se tituló “Brighton, parque de atracciones”, así que ya saben ustedes porque la proyectamos en nuestra carpa. 

El Infierno de Dante, túnel del terror 
Una cartela dictada seguramente por las trabas censoriales o por la prudencia del productor se encarga de advertirnos de que Brighton es ahora –o sea, en 1947- un tranquilo sitio de recreo a menos de una hora de Londres: un lugar para la diversión familiar. La historia que vamos a contemplar tuvo lugar en la época de entreguerras, cuando las pandillas de delincuentes se enseñoreaban de la ciudad, antes de que la policía limpiase de indeseables esta bella ciudad de Sussex.

Más vale así, porque no hace falta descender a las cloacas ni internarse en oscuros callejones nocturnos. En Brighton Rock el crimen convive con las actividades cotidianas, a pleno sol, en el pub donde los honorables ciudadanos se dedican a pimplar cerveza, en la calle donde realizan sus actividades cotidianas… Y en el parque de atracciones situado en el pier, uno de esos largos espigones que se adentran en el mar, que fueron orgullo de la arquitectura victoriana.

Hasta allí llegan Pinkie (Richard Attenborough) y sus secuaces en pos de Fred (Alan Wheatley), un antiguo compinche que los traicionó. Entre la gente Fred se siente protegido. Se sienta en una hamaca (cuesta 3 peniques) con una mujer llamada Ida (Hermione Baddeley), cantante en un espectáculo de pierrots. Mientras esté junto a ella los hombres de Pinkie no se atreverán a hacerle nada. Entran en el Palacio de la Diversión, un pabellón de atracciones en el que hay varias barracas. Si Fred estuviera un poco menos aterrorizado se lo habría pensado dos veces antes de entrar en el túnel del terror (literariamente bautizado como Dante’s Inferno). Nunca saldrá vivo de allí. Pinkie busca su coartada en el puesto de tiro al blanco. Cuando gana el premio rechaza el chocolate y el tabaco; prefiere la muñeca.

Rose (Carol Marsh), la camarera de un café, es la única que puede desmontar su coartada. Pero Ida, después de que la policía dé el caso por cerrado decide seguir investigando por su cuenta. Pinkie propone entonces matrimonio a Rose, para asegurarse de que no hablará. La sexualidad equívoca de Pinkie, que éste sublima con la violencia sicopática, y las creencias religiosas de Rose –impuestas casi siempre por Graham Greene a sus personajes- sirven a los hermanos Boulting para trenzar un argumento repleto de sadomasoquismo y necesidad de expiación. El hipódromo, los hoteles de playa y los pubs alternan con interiores de pensiones sórdidas y comisarías, fotografiadas con gusto y precisión por Harry Waxman. Los lugares de esparcimiento público favorecen una y otra vez encuentros casuales que culminan con amenazas veladas o estallidos de violencia. Pero es en el pier, a pleno sol, donde todo adquiere un aire más ominoso. La actuación de los pierrots no resulta menos tensa que el viaje por el Dante’s Inferno.

El clímax, también en el espigón, en una noche tormentosa. Una mujer con una pistola, los bobbies con sus capitas charoladas por la lluvia, la estructura del muelle dibujando motivos geométricos en los fondos y el rugido del mar, que llama a los atormentados a descansar en su seno. En la resolución, una monja y el disco que Pinkie grabó para Rose en una cabina de la galería atracciones. Otra vuelta de tuerca. 

Tres apostillas 
Uno. El noir a la americana tiene su marca de fábrica, como el polar francés. Hasta la aparición de Brighton Rock los británicos practicaban el whodonit al estilo de Agatha Christie y la película de procedimiento policial, cuyo mejor ejemplo será, un par de años después, por la producción de la Ealing The Blue Lamp (1949). Brighton Rock supone el punto de partida de un género perfectamente distinguible: la película criminal británica. 

Dos. Los Boulting continuaron su carrera a lo largo de los años cincuenta y encontraron un nuevo filón al final de la década con una serie de sátiras protagonizadas por Peter Sellers, Ian Carmichael y Terry-Thomas. Es la cara más amable del dúo y la más accesible. En Twisted Nerve (Nervios rotos, 1968) intentaron recuperar el clima de Brighton Rock a partir de un libreto de Leo Marks, el guionista de Peeping Tom (El fotógrafo del pánico, 1960). 

Tres. Hay un remake de la cinta en marcha también titulado Brighton Rock. Llegará a las pantallas el año que viene. Si la ven, échenle un ojo al Palacio de la Diversión. A lo mejor es la ocasión para que contemos con una edición en DVD del clásico del policial británico que lanzó al estrellato a Dickie Attenborough.

Brighton Rock (1947) 
Producción: Associated British Picture Corporation (GB) 
Director: John Boulting. 
Guión: Terence Rattigan y Graham Greene, basado en la novela homónima de éste. Intérpretes: Richard Attenborough (Pinkie Brown), Carol Marsh (Rose Brown), Hermione Baddeley (Ida Arnold), Harcourt Williams (Prewitt, el abogado de Pinkie), William Hartnell (Dallow), Wylie Watson (Spicer), Nigel Stock (Cubitt), Alan Wheatley (Fred Hale / Kolly Kibber), Victoria Winter (Judy), Reginald Purdell (Frank, el ciego), George Carney (Phil Corkery), Charles Goldner (Colleoni), Lina Barrie (Molly), Joan Sterndale-Bennett (Delia), Harry Ross (Bill Brewer). 
92 min. Blanco y negro.

15 de marzo de 2010

Parques de atracciones: el Prater vienés


The Third Man (El tercer hombre, 1949), Carol, Reed

Les ofrecemos un recorrido cinematográfico por el Prater de Viena y un viaje en la “Riesenrand”, la noria gigante que dio fama a su parque de atracciones, construida en 1896, con quince cabinas que alcanzan en su punto máximo los sesenta metros de altura.

Diversión en una lavandería china
En sus memorias, “Fun in a Chinese Laundry” (que citamos por la traducción española de Fernando Méndez-Leite) escribe el ilustre vienés Josef von Sternberg:

“En el centro de todo lo que fue Viena estaba el Prater, el mayor parque de atracciones del mundo, con su noria gigante, que aún existe, mientras todo lo que la rodeaba ha sido arrasado por la guerra. (…) Centenares de puestos de tiro al blanco, títeres, marionetas, Clowns con sus semblantes encalados y vistiendo enormes dominós, barcas que se deslizaban desde lo alto para caer en medio de un ruidoso chapuzón, jugadores de naipes imaginarios que gemían al ser abofeteados, pulgas amaestradas ejecutando sus piruetas, tragasables, liliputienses dando volteretas y hombres realizando toda clase de alardes en zancos; contorsionistas, artífices en juegos de manos y acróbatas; columpios desatados que con sus rápidos movimientos hacen brillar las faldas, demostrando así que no todas las mujeres pierden la ropa interior; un bosque de globitos, atletas tatuados, levantadores de peso luciendo la hinchada musculatura, mujeres serradas por la mitad y que aparentemente iban a pasar el resto de su vida truncadas; perros ye elefantes amaestrados, cuerdas tensadas sobre las que se atrevía a caminar un gastrónomo, mientras iba obsequiando al público con salchichas y rábanos picantes que iba sacando de una cesta llena, lo que contemplaba con envidia; graciosas bailarinas; tipos que, gruñendo, lanzaban cuchillos a escudos vivientes que gritaban cada vez que acusaban un blanco, con el pelo suelto hasta los bordes de sus batas de noche; indios lanzadores de hachas, con sus flemáticas mujeres, pieles rojas también; terneras con dos cabezas; miembros del sexo débil gruesas y barbudas cuyos muslos podían servir de almohada a u ejército; magos que sacaban de una jarra líquido llameante para tragárselo tranquilamente, caníbales que hacían sonar los tambores, hipnotizadores que practicaban la levitación en un círculo de mujeres dormidas y, encaramado sobre un caballo de madera, el más destacado atractivo de la fiesta: un enorme mandarín chino con los bigotes más largos que la cola de un caballo, meciéndose al son de “Olas del Danubio” (Donauwellen), de Ivanovici. ¿Qué mas podía yo haber pedido entonces?”

Sternberg volcó sus recuerdos de esta época en The Case of Lena Smith (El mundo contra ella, 1929), película complicadilla de encontrar. Por suerte hay otros cineastas que han instalado su cámara en el Prater.

Harry Lime y el reloj de cuco
Ya conocen el argumento: el escritor de novelas populares Holly Martins (Joseph Cotten) llega a Viena después de la guerra y se entera de que Harry Lime (Orson Welles) ha muerto. ¿O no?
Se cita con él frente a la casa del doctor Winkel, en el Prater, el parque de atracciones situado en este barrio vienés. No hay casi gente a esta hora de la mañana; apenas unos niños que vienen a montar en el tiovivo. Al fondo podemos ver la “Rodelbahn” (la montaña rusa) que había sido desmantelada durante los meses finales de la contienda y volvió a estar operativa a partir de 1947.

Holly y Harry suben en la “Riesenrand”. Desde arriba Harry le muestra a Holly la pequeñez del ser humano. Si le ofrecieran a Holly una moneda por cada uno de esos puntitos que desapareciera, ¿se lo pensaría dos veces? juegan al ratón y al gato. Harry es al tiempo amenazante y encantador. Holly juega sus cartas: el amor de Anna (Alida Valli), la exhumación del ataúd de Harry… La cosa termina en tablas.

Al descender de la cabina, Harry expone su teoría sobre el ser humano, uno de los diálogos más famosos de la historia del cine:
-No seas tan pesimista. Después de todo, no es tan terrible. Como alguien dijo, en Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, no hubo más que terror, guerras, matanzas… pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz, y ¿cuál fue el resultado?... El reloj de cuco.

Otros títulos
La tensión volvería al Prater cuando el vienés Fred Zinnemann rodara allí la escena en que el asesino a sueldo conocido como el Chacal (Edward Fox) recibe de la OAS el encargo de acabar con De Gaulle en The Day of the Jackal (Chacal, 1963). Más recientemente, la comedia romántica Before Sunrise (Antes de amanecer, 1995), de Richard Linklater o The Living Daylights (007 Alta tensión, 1987), uno de los 007 protagonizados por Timothy Dalton, también tienen escenas de corte romántico en la “Riesenrand”.

Si retrocedemos atrás en el tiempo tendremos ocasión de contemplar la espléndida reconstrucción que se llevó a cabo en 1923, en los estudios de la Universal, para el rodaje de Merry-Go-Round bajo la supervisión del maníaco del realismo Erich von Stroheim. Lo haremos en breve. Las crónicas aseguran que en 1914 la ecuyère Solange d'Atalide realizó una acrobacia sensacional para una película, pero desconocemos cuál pueda ser su título. Se trataba de dar una vuelta completa montada a caballo en una de las cabinas… Pero no dentro, sino encima. Según los testimonios la proeza resultó un éxito absoluto.

The Third Man (El tercer hombre, 1949)
Producción: London Film Productions (GB)
Director: Carol Reed.
Guión: Carol Reed y Graham Greene, basado en un relato de éste.
Intérpretes: Joseph Cotten (Holly Martins), Alida Valli (Anna Schmidt), Orson Welles (Harry Lime), Trevor Howard (comandante Calloway), Bernard Lee (sargento Paine), Paul Hörbiger (Karl), Ernst Deutsch (Kurtz), Siegfried Breuer (Popescu), Erich Ponto (el doctor Winkel), Wilfrid Hyde-White, Hedwig Bleibtreu.
104 min. Blanco y negro.

13 de marzo de 2010

El carrusel de la vida


Merry-Go-Round (Los amores de un príncipe, 1923), Erich von Stroheim y Rupert Julian 

Erich von Stroheim 
Hablar de cualquier película de las dirigidas por Stroheim es hablar de su leyenda de su leyenda de “veneno para el estudio”. La etiqueta de perfeccionista maniático, tiránico, caprichoso y excéntrico le precedió desde Blind Husbands (1919), su primer crédito como realizador. A la Universal, el estudio que le tenía contratado, llegó un jovencísimo Irving Thalberg dispuesto a imponer su criterio y lo hizo sin pararse en barras. Lo primero fue prescindir de Stroheim como protagonista, algo que había hipotecado el bloqueo de sus anteriores producciones una vez superado el presupuesto. Lo segundo fue quitarle la película de las manos y encomendarla al servicial Rupert Julian. Por último, ordenar a dos escritores a sueldo que redactaran al dictado nuevas escenas en las que se limaran los excesos stroheimnianos. De los 110 minutos que se conservan de Merry-Go-Round sólo un diez por ciento sería plenamente atribuible a su responsabilidad: la presentación del conde y la conversación telefónica con su prometida, el intento y la escena de la orgía en la que una chica se baña en champán.

Por suerte, la exigencia verista de Stroheim y la maestría de Richard Day como diseñador de decorados nos permite asomarnos al parque de atracciones del Prater vienés en su época dorada. ¿Ya tienen su entrada? Vamos allá.


El carrusel de Basilio Calafati 
El conde Franz Maximilian von Hohenegg (Norman Kerry) lleva una vida disipada a pesar de su comrpomiso matrimonial con la condesa Gisella von Steinbruck (Dorothy Wallace). Al Prater acude acompañado por dos bellas damiselas y dos amigachos. En la marquesina de la entrada se anuncia el famoso carrusel del triestino Basilio Calafati, el primero en incorporar el vapor como fuerza motriz a un tiovivo allá por 1844. Estamos en 1913 y la atracción es regentada por el tiránico Schani Huber (George Siegmann). La bella Agnes Urban (Mary Philbin) toca allí el organillo. También su padre, Sylvester (Cesare Gravina), trabaja para Huber en el teatro de marionetas.


Aurora Rossreiter (Lillian Sylvester) es enemiga declarada de Huber. Ella se encarga de la barraca contigua en la que trabaja como charlatán el jorobado Bartholomew (George Hackathorne). Su cometido es anunciar la actuación del orangután Boniface, llegado a Viena desde las ignotas selvas africanas. Bartholomew, claro, está perdidamente enamorado de Agnes. Pero pronto va a encontrar un serio competidor en Franz Maximilian, que acaba de demostrar su puntería en el puesto de tiro al hacer blanco en cinco corazones.

El melodrama aparece en toda su crudeza con la enfermedad de la madre de Agnes. Agoniza sola mientras Huber obliga a su marido y a su hija a trabajar. Un diluvio salvador vacía el parque de atracciones permitiendo así a los Urban asistir al último aliento de la madre. Además de otros signos de sadismo, Huber está dispuesto a que Agnes sea suya a cualquier precio. Mientras Franz Maximilian se pierde en orgías sin cuento, Huber caza a su víctima por entre los caballitos del tiovivo. Cuando su padre intenta defenderla la policía le detiene. Es la ocasión de oro para Franz Maximilian, que haciéndose pasar por un modesto vendedor de corbatas, logra la libertad del titiritero y el amor de su hija.

Pero, ay, el matrimonio debe seguir adelante por mandato directo del emperador Francisco José (Anton Vaverka). “Y el carrusel de la vida –repite el intertítulo como una ltanía- sigue girando y girando”. Ahora el padre de Agnes trabaja como payaso para madame Rossreiter; se anuncia como Silvestro Urbani, el primer payaso de Italia. El rencoroso Huber hace caer una maceta sobre su cabeza y lo descalabra. -¡Pobre payaso! –se lamentan los niños, sin poder contener las lágrimas. -No lloréis, pequeños. Y el payaso triste hace por última vez su gracieta del meñique perdido para que los niños sonrían.

Esa noche Boniface, el orangután, escapa y hace justicia. El padre de Agnes se recupera lentamente en el hospital adonde acude Franz Maximilian como parte del cortejo del emperador. Padre e hija le rechazan. El conde parte a la guerra con el corazón destrozado. 

Rupert Julian 
La cosa se había puesto negra desde el principio para Stroheim. Carl Leamle, el mandamás de la Universal, se encontraba de viaje en Europa y era la única persona a la que el director podía recurrir. Ante el supervisor de producción del estudio se quejaba de que los uniformes no eran los adecuados, de que el césped no fuera suficientemente verde o de la ineptitud de algunos miembros del equipo impuestos por la Universal. Cuando se iban a empezar a rodar las escenas del Prater decidió no comenzar hasta que no estuviera allí el orangután. Le ofrecieron a Joe Martin pero exigió otro con menos mañas que se encargó al zoo de William Selig. Cuando el orangután llegó al plató, Stroheim ya había sido despedido por Thalberg.

La argumentación del estudio incidía más en la inaceptabilidad de algunas escenas por la censura –Stroheim había rodado a Norman Kerry desnudo entrando en el baño, emborrachado a sus actores para la escena de la fiesta y la condesa mantenía una relación masoquista con su mozo de cuadras- que en el despilfarro. Al día siguiente, Rupert Julian estaba en el plató. Llamó a Harvey Gates y, entre ambos, eliminaron las secuencias más comprometidas como la revuelta obrera el día de Jueves Santo o la decadencia de los Habsburgo y la caída del imperio austro-húngaro que formaban parte medular del proyecto. No nos pregunten cómo, pero el productor y los guionistas se las arreglaron para colocarle a semejante embrollo un final feliz… totalmente insatisfactorio, por supuesto.

Julian pasó a la posteridad como director con su siguiente película, The Phantom of the Opera (El fantasma de la Ópera, 1925) en la que repitieron los dos protagonistas de Merry-Go-Round, aunque ensombrecidos por la presencia de Lon Chaney. Luego rodó una versión producida por Cecil B. De Mille del melodrama de espionaje Three Faces East (1926), rehecha en 1930 con Stroheim en el papel de villano.

Con la llegada del sonido la estrella de Rupert Julian declinó, no sin antes dirigir The Leopard Lady (La mujer del leopardo, 1928), un policial protagonizado por una domadora que debe descubrir al autor de varios asesinatos que siempre tienen lugar en donde para el circo en el que trabaja. 


Merry-Go-Round (Los amores de un príncipe, 1923) 
Producción: Universal Pictures (EEUU) 
Director: Erich von Stroheim y Rupert Julian. 
Argumento y Guión: Erich von Stroheim. 
Revisión: Finis Fox y Harvey Gates. 
Intérpretes: Norman Kerry (el conde Franz Maximilian von Hohenegg), Mary Philbin (Agnes Urban), Cesare Gravina (Sylvester Urban, su padre), Dale Fuller (Marianka Huber), Maude George (Madame Elvira), George Hackathorne (Bartholomew Gruber), George Siegmann (Schani Huber), Lillian Sylvester (Aurora Rossreiter), Anton Vaverka (el emperador Francisco José), Dorothy Wallace (la condesa Gisella von Steinbruck), Spottiswoode Atkin (el ministro de la Guerra), Edith Yorke (Ursula Urban). 
110 min. Blanco y negro + tintados.