Gun Crazy (El demonio de las armas, 1950), Joseph H. Lewis
Joseph H. Lewis
Tremenda. Quien la ha visto, no la olvida. Desde la escena inicial, filmada con la contundencia de una pesadilla infantil, hasta el final onírico, que lleva el amour fou al desafuero absoluto. Y todo, como querían Breton y sus acólitos, proveniente de las cadenas de montaje de la fábrica de sueños.
Ahora que tanto se habla de cine independiente, conviene revisar las obras completas de don Joseph H. Lewis, un señor formado en la moviola que terminó hilvanando episodios de westerns televisivos a ritmo desenfrenado. Entre una y otra actividad, un puñado de películas hechas con descartes. Aunque es más recordado por sus “film noir” –Undercover Man (Relato criminal, 1949), The Big Combo (Agente Especial, 1955) o la que hoy nos ocupa- también practicó el melodrama, la comedia, el western o las películas de chavales descarriados. Sus cintas de aprendizaje se rodaban en seis días y duraban poco más de una hora. Las produjeron Universal, Columbia o Monogram.
Una producción de los King Bros.
La escena más recordada de la película, el atraco a un banco, consta de dieciséis páginas y es necesario construir un complicado decorado que albergará al equipo durante cuatro días. Lewis coge su cámara de 16 mm y contrata a dos figurantes. Se coloca en el maletero del coche y les hace hablar mientras conducen, entran en una pequeña ciudad, bajan del coche ante un banco, regresan corriendo y emprenden una carrera para salir del pueblo. Son siete minutos y unos tres kilómetros recorridos. Con este as en el bolsillo se va a ver a los productores y les cuenta que se le ha ocurrido un modo mucho más imaginativo de rodar la escena y, que de paso, se ahorrarán sus buenos dólares. “Imposible”, responden los hermanos King. Entonces Lewis hace proyectar su prueba. El visto bueno es inmediato. Hay que acondicionar un coche, colocar sobre el techo luces de relleno y micrófonos que recojan el sonido exterior, esconder otros dos micros diminutos en los parasoles y montar una silla de jockey sobre una plataforma móvil en la parte trasera para que el cámara pueda realizar toda clase de movimientos, teniendo en cuenta que con él viajan otras seis personas.
Desde ese momento, sus destinos están encadenados. Primero, un número conjunto. Luego, cuando las cosas se tuercen, una serie de atracos y una persecución sin fin a imagen de la de Bonnie Parker y Clyde Barrow. Apenas un momento de respiro en una feria en la que bailan al arrullo de la voz de Frances Irwin. El asesinato de un policía, los disfraces para eludir los controles, el atraco a un matadero, la persecución por los pantanos… Todo en Gun Crazy es memorable y bello. Con la belleza de lo necesario. Nada sobra en esta película esencial.
Sin embargo, su osadía técnica atrae la atención de los estudios. Todos quieren saber cómo se han rodado aquellos planos endemoniados. Billy Wilder asalta a Lewis un día. Necesita una aclaración porque ha hecho una apuesta: él dice que ha tenido que utilizar cuatro retroproyecciones combinadas para lograr aquella escena. Joan Crawford quiere que Lewis la dirija en su próxima película… y que pase el fin de semana con ella en su casa de la playa.
Metro-Goldwyn-Mayer, el estudio de las estrellas, le hace una oferta más convincente. Se trata de utilizar el mismo estilo directo, en una película para el estudio sobre la inmigración cubana en Estados Unidos. Lewis no se lo puede creer. Firma a ciegas. No tardará en darse cuenta de que se ha metido en la boca del lobo. La protagonista de esta historia semidocumental es la estrella Hedy Lamar. Si Gun Crazy no dio un duro, A Lady Without Passport no le proporcionó el prestigio que buscaba en un gran estudio. Lewis no se arredró. En sus episodios de The Rifleman (El hombre del rifle, TV) o Gunsmoke (La ley del revólver, TV) tenía todavía el prurito de dejar su firma. Una rueda en primer término otorgaba profundidad e interés visual al plano más ramplón. Siempre fue un tipo modesto y un enamorado de su profesión.
Gun Crazy fue producida por los hermanos Frank y Maurice King, auténticos independientes que estrenaban sus películas a través del estudio que se las quisiera coger. Lewis había tenido un encontronazo con Harry Cohn, el mandamás de la Columbia, y se vio obligado a aceptar el mamotreto de guión -500 páginas exagera Lewis- que había preparado MacKinlay Kantor a partir de un relato suyo publicado en 1940 en el “Saturday Evening Post”.
Por lo menos Lewis cuenta con treinta días de rodaje y un presupuesto de cuatrocientos mil dólares: razonable para una serie B. Además, los hermanos King le apoyan en todo. Cuando decide que necesita rodar con un equipo ligero y micrófonos pequeños, los técnicos se buscan la vida para hallar la solución. No son caprichos de director.
La escena más recordada de la película, el atraco a un banco, consta de dieciséis páginas y es necesario construir un complicado decorado que albergará al equipo durante cuatro días. Lewis coge su cámara de 16 mm y contrata a dos figurantes. Se coloca en el maletero del coche y les hace hablar mientras conducen, entran en una pequeña ciudad, bajan del coche ante un banco, regresan corriendo y emprenden una carrera para salir del pueblo. Son siete minutos y unos tres kilómetros recorridos. Con este as en el bolsillo se va a ver a los productores y les cuenta que se le ha ocurrido un modo mucho más imaginativo de rodar la escena y, que de paso, se ahorrarán sus buenos dólares. “Imposible”, responden los hermanos King. Entonces Lewis hace proyectar su prueba. El visto bueno es inmediato. Hay que acondicionar un coche, colocar sobre el techo luces de relleno y micrófonos que recojan el sonido exterior, esconder otros dos micros diminutos en los parasoles y montar una silla de jockey sobre una plataforma móvil en la parte trasera para que el cámara pueda realizar toda clase de movimientos, teniendo en cuenta que con él viajan otras seis personas.
Nueve planos en la secuencia prólogo nos cuentan la obsesión por las armas del adolescente Bert Tare (Russ Tamblin). Una serie de flashbacks ante el tribunal de Cashville nos muestran su fascinación por las armas de fuego y su incapacidad para hacer daño a cualquier ser vivo. Los testimonios de su hermana y sus amigos no le libran del reformatorio. Cuando sale de allí, Bart (John Dall) se ha convertido en un experto tirador y un coleccionista de armas. Acude con sus amigos, el sheriff Clyde Boston (Harry Lewis) y el periodista Dave Allister (Nedrick Young), a una feria y allí tiene una epifanía. Todos la tenemos porque ver aparecer en el tabladillo de la barraca a Anna Laurie Starr (Peggy Cummins) es una experiencia inolvidable. El humo de sus revólveres apenas vela el brillo de sus ojos y la palpitación de las aletas de su nariz, como un felino dispuesto a saltar sobre su presa.
Desde ese momento, sus destinos están encadenados. Primero, un número conjunto. Luego, cuando las cosas se tuercen, una serie de atracos y una persecución sin fin a imagen de la de Bonnie Parker y Clyde Barrow. Apenas un momento de respiro en una feria en la que bailan al arrullo de la voz de Frances Irwin. El asesinato de un policía, los disfraces para eludir los controles, el atraco a un matadero, la persecución por los pantanos… Todo en Gun Crazy es memorable y bello. Con la belleza de lo necesario. Nada sobra en esta película esencial.
Una apuesta de Billy Wilder y un fin de semana con Joan Crawford
Gun Crazy es un fracaso económico. En United Artists, que distribuye la película, a alguien se le ocurre que Gun Crazy no es un título muy comercial y decide estrenarla con el de “Deadly Is the Female”, que en castizo viene a ser “Las féminas son mortales de necesidad”.
Sin embargo, su osadía técnica atrae la atención de los estudios. Todos quieren saber cómo se han rodado aquellos planos endemoniados. Billy Wilder asalta a Lewis un día. Necesita una aclaración porque ha hecho una apuesta: él dice que ha tenido que utilizar cuatro retroproyecciones combinadas para lograr aquella escena. Joan Crawford quiere que Lewis la dirija en su próxima película… y que pase el fin de semana con ella en su casa de la playa.
Metro-Goldwyn-Mayer, el estudio de las estrellas, le hace una oferta más convincente. Se trata de utilizar el mismo estilo directo, en una película para el estudio sobre la inmigración cubana en Estados Unidos. Lewis no se lo puede creer. Firma a ciegas. No tardará en darse cuenta de que se ha metido en la boca del lobo. La protagonista de esta historia semidocumental es la estrella Hedy Lamar. Si Gun Crazy no dio un duro, A Lady Without Passport no le proporcionó el prestigio que buscaba en un gran estudio. Lewis no se arredró. En sus episodios de The Rifleman (El hombre del rifle, TV) o Gunsmoke (La ley del revólver, TV) tenía todavía el prurito de dejar su firma. Una rueda en primer término otorgaba profundidad e interés visual al plano más ramplón. Siempre fue un tipo modesto y un enamorado de su profesión.
Sr. Feliú
Gun Crazy (El demonio de las armas, 1950) Producción: King Bros. (EEUU)
Director: Joseph H. Lewis
Guión: MacKinlay Kantor y Millard Kaufman (quien firmaba por Dalton Trumbo, incluido en la Lista Negra del Comité de Actividades Antinorteamericanas), sobre el relato homónimo de MacKinlay Kantor publicado en el “Saturday Evening Post” en 1940.
Intérpretes: Peggy Cummins (Annie Laurie Starr), John Dall (Bart Tare), Harry Lewis (el sheriff Clyde Boston), Nedrick Young (el periodista Dave Allister), Berry Kroeger (Packett), Morris Carnovsky (el juez Willoughby), Anabel Shaw (Ruby Tare), Frances Irwin (la cantante del Danceland), Anne O'Neal (Miss Augustine Sifert), Joseph Crehan (Mr. Mallenberg), Stanley Prager (Bluey-Bluey), Virginia Farmer (Miss Wynn, la maestra), Russ Tamblyn (Bart adolescente), Mickey Little (Bart niño), William J. O'Brien, Eddie, Dick Elliott, Trevor Bardette, Tony Barr, Don Beddoe, Ross Elliott, Franklyn Farnum, Harry Hayden, Arthur Hecht, George Lynn, Robert Osterloh, Shimen Ruskin, Ray Teal, Dale Van Sickel, David Bair, Paul Frison.
86 min. Blanco y negro.