27 de enero de 2009

Macario y su caracolillo

Erminio Macario
Turín (Italia), 27 de mayo de 1902
Turín (Italia), 25 de marzo de 1980


Imputato alzatevi! (1939), Mario Mattoli 

Erminio Macario 
Erminio Macario (1902-1980) debuta en el teatro apenas cumplidos los dieciocho años y en 1924, con veintidós, ya figura como “segundo cómico” en los espectáculos de variedades en su Turín natal y en Milán. Durante el siguiente lustro perfila su personaje al lado de la vedette Isa Bluette. Se trata de un tipo infantil, con la cara blanca, el flequillo repeinado y los ojos perennemente abiertos ante lo insólito cotidiano. Del contraste entre la candidez de su personaje y la belleza de las soubrettes junto a las que trabaja, surge una comicidad que su compañía explota durante más de treinta años. Macario debuta en el cine con una película de una hora aproximada de duración titulada Aria di paese (1933), elaborada en colaboración con Eugenio de Liguoro, y en la que asume un papel a medio camino entre los dos cómicos norteamericanos más afines a su sensibilidad: Charles Chaplin y Harry Langdon. Trae al cine algunas de las características de su personaje revisteril: la ingenuidad, el optimismo a prueba de bombas y un punto excéntrico que podía dispararse repentinamente sin que se le despeinara el caracolillo a lo Estrellita Castro. Si han visto ustedes en acción a Pee-Wee Herman se harán cargo de lo que estamos hablando.


En el cabaret Mariette 
Mario Mattoli realiza al final de la década de los treinta cuatro títulos con Macario que constituyen otros tantos éxitos de público. El primero de ellos es el Imputato alzatevi! que hoy traemos a la palestra. Mattoli se sirve de un argumento de Bel Ami -periodista y libretista experimentado en revista- y recurre a la plana mayor de las redacciones de la revista de humor que está triunfando en ese momento en Italia: “Marc’Aurelio”. Aunque en los créditos sólo figuran Metz y Mattoli como responsables del libreto, también suministran gags y réplicas Marchessi, Carlo Manzoni, Vito da Bellis, Brancacci, Steno y los jovencísimos Federico Fellini y Giovanni Guareschi. 

La acción se sitúa en Francia, para no herir susceptibilidades de los jerarcas fascistas pues la película se toma a chacota el sistema judicial con el mismo desparpajo con el que lo hicieran William Wellman en Roxie Hart (1942), Tono en Habitación para tres (1951) o Fernán-Gómez en La vida alrededor (1959). Macario –con el nombre francés a más no poder de Cipriano Duval- es un ayudante de enfermería en una maternidad, con aspiraciones de compositor y cantante, que se hace pasar por tremendo mujeriego ante la enfermera Giorgetta (Leila Guarni). Cipriano tiene tan buen corazón que le roba al doctor (Carlo Rizzo) los animales con los que realiza los experimentos. Despedido del hospital, Cipriano traba conocimiento con Vetriolo (Armando Migliari), un ladrón especializado en entrar en un local con un abrigo viejo y salir de él con uno nuevo y, a ser posible, con una cartera en el bolsillo. Esa noche, después de una juerga en el cabaret Mariette, Cipriano se encuentra con cuatro abrigos flamantes, una pistola en la mano y un cadáver a sus pies.

La policía le detiene inmediatamente. El juicio es sonado. El abogado Gaveneau (Enzo Biliotti) es un especialista en procesos sensacionales y presenta el homicidio, del que Cipriano es totalmente inocente, como un truculento crimen pasional. Cuando el jurado lo absuelve, a pesar de hallarlo culpable, la popularidad de Cipriano Duval llega al paroxismo. El empresario teatral que antes no quería ni escuchar las canciones de Cipriano lo contrata ahora en exclusiva. A la salida del tribunal se encuentra con Vetriolo detenido. Le ofrece trabajo. —¿Qué sabes hacer? –pregunta Cipriano. —Nada. —¿Nada de nada? —Nada de nada. —Entonces serás el director. El espectáculo es, por supuesto, una revista al estilo de Macario. Por eso se proyecta la película aquí, bajo la carpa. Los esfuerzos del verdadero asesino por desacreditar a Cipriano con la connivencia del doctor que ve como la bella Giorgetta se escapa de sus garras, constituyen los salvables obstáculos finales antes de que triunfe la revista y, de paso, el amor. 

Dove sei Lulù 
Sin embargo, la potencia cómica de Imputato alzatevi! reside menos en su argumento que en la capacidad de sus guionistas y protagonista de encadenar gags verbales y visuales de una excentricidad digna de los hermanos Marx de los primeros años treinta. Si en sus trabajos con Totò, Mattoli se pone al servicio del cómico napolitano, en las películas con Macario demuestra que es posible crear humor de primera a partir de una hábil manipulación de la planificación y el montaje. La escena del cabaret es, en este sentido, modélica: personajes absolutamente desquiciados como la devora-hombres del guardarropa (Livia Minelli) o la cantante afónica (estupenda Greta Gonda); peleas, batacazos y tartazos; el clásico marmolillo que no se entera de nada y cada vez que estampan una botella en la puerta invita al responsable a entrar; o la orquesta inasequible al desaliento.

En otros momentos, la película opta por el absurdo de corte surreal. El compañero de sala de espera en el despacho del empresario es músico. Cipriano lo averigua sin dificultad porque el hombre tiene un catarro de aúpa y cada vez que se lleva el moquero a las narices produce una bella melodía. Esperan durante todo el día. Por la noche, al marcharse, el empresario les dice que aquellas no son horas de ir a visitar a nadie. Cipriano está desconcertado, pero el músico catarroso, que ya conoce el percal, se dispone a dormir en el sillón… como todos los días. Antes, se suena una vez más y en la estancia resuena el tema “Silencio”. En otro momento, un botones le trae un gran ramo de flores. Cipriano le da una propina mísera. —Para que te compres un caramelo, chico. —No soy un chico. Tengo cuarenta años. —Entonces cómprate unos zapatos de tacón alto.

La apoteosis se produce durante la escena del juicio. El juez aburrido, el fiscal que hace su disertación en plan telegráfico, las asistentes femeninas uniformadas con su sombrerito a la Duval, la puesta en escena del abogado Gaveneau, los miembros del jurado que salen recibir los aplausos del público como si fueran una compañía teatral… Todo culmina cuando el abogado invita a los asistentes a entonar a coro la exitosa canción de Cipriano: “Dove sei Lulù”.
 

Macario se pone serio 
En 1952 Macario se convierte en productor con Io, Amleto, dirigida por Giorgio Simonelli. La película supone un absoluto fracaso de taquilla y Macario regresa al teatro donde sus revistas y comedias musicales le permiten rehacerse. Su carrera cinematográfica corre entonces pareja a la de Totò, al servicio del cual pone su profesionalidad en seis títulos a finales de los años cincuenta. Trabaja luego en la televisión e, incluso, consigue hacer el tránsito de la revista al teatro respetable en los años setenta, interpretando a Molière.
Sr. Feliú
Imputato alzatevi! (1939) 
Producción: Alfa Cinematografica (IT) 
Director: Mario Mattoli 
Argumento: Bel Ami (Anacleto Francini). 
Guión Vittorio Metz y Mario Mattoli. 
Intérpretes: Erminio Macario (Cipriano Duval), Leila Guarni (Giorgetta), Ernesto Almirante (André Copersche, el presidente del tribunal), Greta Gonda (la cantante afónica), Enzo Biliotti (Gaveneau, el abogado), Carlo Rizzo (el médico), Armando Migliari (Vetriolo, el ladrón), Lola Braccini (la portera), Arturo Bragaglia (el propietario del cabaret), Felice Romano (el comisario), Alfredo Martinelli, Livia Minelli, Nico Pepe, Lauro Gazzolo, Alessandra Adari, Mario Ersanilli, Anita Farra, Paolo Ferrara, Enzo Gainotti, Armando Gianni, Emilio Petacci, Agostino Salvietti, Franca Volpini. 
82 min. Blanco y negro.

22 de enero de 2009

Una comedia loca, loca, loca


Hellzapoppin' (Loquilandia, 1941), H. C. Potter 

SON TANTOS los méritos de Hellzapoppin’ que uno no sabe por donde empezar. Por hincarle el diente por algún sitio, diremos que el título español le va como anillo al dedo. En una cartelera en la que los “locos, locos, locos…” proliferaron como moscas, Loquilandia –permítanme llamarla así- tiene acreditado el certificado de demencia absoluta.

Los cimientos están bien asentados. Son los desbarajustes teatrales de los Marx y sus transposiciones al cine, pero también cintas perfectamente desquiciadas como las que protagonizaban Woolsey y Wheeler –valga como ejemplo Diplomaniacs (Rumbo a Ginebra, 1933)- o la veta más excéntrica cultivada por W. C. Fields –en este caso el ejemplo sería Never Give a Sucker An Even Break (1941)- o los cortos de dibujos animados que Tex Avery dirige para la Warner Bros. a finales de los años treinta. No debe extrañarnos por tanto que Hollywood abriera sus puertas de par en par a los comediantes Olsen y Johnson, cuando triunfaron en Broadway con este espectáculo musical durante un porrón de meses.

Tras el sensacional número inaugural, ambientado en un infierno con diablos acróbatas, y la llegada de Olsen y Johnson en un taxi que parece no tener conductor, hasta que de él desciende el liliputiense Harry Monty, los protagonistas piden al operador de cabina que rebobine la película. Como el proyeccionista es un familiar que ha obtenido el empleo gracias a una recomendación de las estrellas no tarda ni un minuto en hacerlo. Entonces interviene el director de la película (Richard Lane) para explicarles que el cine no es como el teatro y que es imprescindible una trama romántica. Para ello ha contratado a un guionista (Elisha Cook Jr.) que les presenta una fotografía de la mansión donde se desarrollará la acción y a los protagonistas del triángulo romántico que debe servir de cobertura al cúmulo de disparates. La foto cobra vida, los actores se dirigen a los protagonistas y les invitan a unirse a la acción. Sólo falta un falso príncipe ruso en trance de vesania irreversible (Mischa Auer), un detective aficionado a los disfraces excéntricos (Hugh Herbert) y una muchacha aquejada de furor uterino (Martha Raye), para completar el elenco principal.

El anzuelo argumental no puede ser más tópico. Los jóvenes enamorados planean montar un espectáculo musical en el invernadero de la mansión. “Somos tan asquerosamente ricos…”, afirman sin rubor.

Pero ni el enredo amoroso ni el espectáculo soñado logran imponerse al contagioso “Mira el pajarito” interpretado por Martha Raye. Ni mucho menos al número de baile interpretado por los Harlem Congaroo Dancers, que nadie que haya visto la película olvida jamás.

La escena comienza con un par de cocineros (Slim & Slam) tontean con los instrumentos. Contagiados por el ritmo se unen a ellos otros dos músicos (Rex Stuart y C. C. Johnson). Entonces hacen su aparición en el escenario doncellas, conductores y el resto de empleados encarnados por los autodenominados Harlem Congaroo Dancers, en realidad parte del equipo de bailarines de swing que el coreógrafo Herbert "Whitey" había formado a mediados de los años treinta para amenizar los espectáculos del Savoy Ballroom. Los danzantes que lo mismo actuaban en el Savoy que amenizaban una fiesta de la alta sociedad neoyorquina eran más conocidos como los Whitey’s Lindy Hoppers. También los pueden ver en acción en A Day At The Races (Un día en las carreras, 1937) tras una breve introducción de Harpo Marx ejerciendo de flautista de Hammelin en la cabaña del tío Tom.



Pues aún no han visto nada. Frankie Manning coreografió esta escena de Hellzapoppin’ (y aparece en pantalla) que, pásmense ustedes, se había ensayado al ritmo de otra melodía inutilizable por un problema de derechos. Nos callamos. Disfruten.


Aquí la pueden ver completa:


Hellzapoppin’ (Loquilandia, 1941) 
Producción: Universal Pictures (EEUU). 
Dirección: H. C. Potter. 
Guión: Warren Wilson basado en el espectáculo musical de Nat Perrin. 
Intérpretes: Ole Olsen (Ole Olsen), Chic Johnson (Chic Johnson), Martha Raye (Betty Johnson), Hugh Herbert (el detective Quimby), Mischa Auer (Pepi), Jane Frazee (Kitty Rand), Robert Paige (Jeff Hunter), Lewis Howard (Woody Taylor), Richard Lane (el director), Elisha Cook Jr. (el guionista), Harry Monty (el taxista liliputiense), The Six Hits (ellos mismos), Slim Gaillard y Slam Stewart (Slim & Slam), Rex Stuart (trompetista), C. C. Johnson (percusionista), los Harlem Congaroo Dancers (William Downes, Norma Miller, Al Mins, Ann Johnson). 
84 min. Blanco y negro.

16 de enero de 2009

El Gran Circo Popular Cubano Santos y Artigas


Las doce sillas (1962), de Tomás Gutiérrez Alea
 

MÁS CONOCIDO en España por sus últimos trabajos en colaboración con Juan Carlos Tabío –Fresa y chocolate (1994) y Guantanamera (1995)-, Tomás Titón Gutiérrez Alea (1928-1996) es uno de los puntales del cine cubano nacido de la Revolución de 1959. Como tal asumió la realización de Historias de la revolución (1960), un tríptico que queda para la historia como el primer largometraje producido por el recién creado Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos.

Agobiado por la responsabilidad, Titón decide elaborar su segunda película con un material menos candente. Recuerda entonces una novela de Ilya Ilf y Evgeni Petrov leída en su juventud que satirizaba a la burguesía durante el proceso revolucionario soviético y encuentra suficientes analogías con la situación cubana contemporánea como para plantearse su adaptación. El liante Hipólito (Enrique Santiesteban), pretende recuperar con la ayuda de un cura (René Sánchez) una fortuna en diamantes que su suegra ha escondido en una de las doce sillas de comedor de una mansión reconvertida en asilo de ancianos. A la caza se suma entonces Óscar (Reinaldo Miravalles), el antiguo chófer de la mansión. El periplo de estos tres pícaros permite ir mostrando diversas situaciones cotidianas y las paradojas generadas por el reajuste de los tiempos.

-¿Y qué nos importa a nosotros todo esto? -se estarán preguntando ustedes. Pues que, como en otras películas de estructura itinerante –véase Al azar, Baltasar, por ejemplo-, una de las estaciones de esta caza del tesoro es un circo. Un lote de sillas ha ido a parar a un grupo de payasos que realizan con ellos el clásico número en que se las quitan unos a otros provocando caídas sin cuento y risas sin cuenta. Otra forma parte del atrezzo del domador. Descubiertos por una mujer barbuda con evidentes intenciones lúbricas los pícaros se ven obligados a salir por pies.

El circo es el de los pioneros del cinematógrafo y el circo cubanos Santos y Artigas. Pablo Santos, nacido en Guanabacoa, y Jesús Artigas, de La Salud, coincidieron en su juventud en un ingenio tabaquero y ambos coincidieron en que querían dedicarse a otra cosa. La otra cosa fue la representación para la isla de las películas de la casa francesa Gaumont. Pronto ampliaron el negocio: compraron salas de cine, editaron un noticiario cinematográfico, viajaron a Europa para contratar las grandes producciones francesas e italianas del momento y produjeron, ya en 1913, el primer largometraje cubano: Manuel García o El rey de los campos de Cuba, dirigido por Enrique Díez Quesada.

El negocio va viento en popa. Una de sus salas más prósperas es el Teatro Payret. Cada año, en diciembre, le ceden el local la troupe del Gran Circo Pubillones. En 1915 Artigas quiere un palco para obsequiar a sus familiares y amigos. Pubillones le contesta que en sus funciones paga todo quisqui. Jesús Artigas se encocora y replica que al año siguiente no tendrán este problema. Santos y Artigas hacen una gira por Estados Unidos que culmina en el circo de Ringling, Barnum y Bailey; ya saben, “el mayor espectáculo del mundo”. Asesorados por el agente artístico de Pubillones contratan las mejores atracciones internacionales. El 17 de noviembre de 1916, con una cabalgata que recorrió el centro de La Habana, se inauguró el Gran Circo Santos y Artigas. La principal atracción la constituían la familia de caballistas Henneford, que desembarcaron en el último instante para dar más suspense al asunto.

Para muchos artistas de variedades el Circo Santos y Artigas fue la antesala del Tropicana, la radio y, más tarde, la televisión. Ellos fueron responsables del viaje transatlántico de la familia Aragón que mencionamos a propósito de Tres bárbaros en un jeep. "Cuando triunfa la revolución cubana –escribe Francisco José Pantín Fernández- hay en la isla cerca de cuarenta circos (…). Se mantuvieron con carácter privado hasta el año 1968, desapareciendo tras su confiscación y con ellos una tradición circense netamente vernácula”. Lo cierto es que en Las doce sillas el rótulo que ostenta la carpa es el de “Gran Circo Popular Cubano Santos y Artigas”.


Las doce sillas (1962) 
Productora: ICAIC (CU) 
Dirección: Tomás Gutiérrez Alea 
Guión: Tomás Gutiérrez Alea, Ugo Ulive, basado en la novela homónima de Ilya Ilf y Evgeni Petrov. 
Intérpretes: Enrique Santiesteban (Hipólito Garrigó), Reinaldo Miravalles (Óscar), René Sánchez, Pilín Vallejo, Idalberto Delgado, Max Beltrán, María Pardo. 
94 min. Blanco y negro.

14 de enero de 2009

Antonio Casal, fugitivo de la rutina


Antonio Casal Rivadulla
Santiago de Compostela, 10 de junio de 1910
Madrid, 11 de febrero de 1974

CASAL representó al hombre común en un cine cuajado de héroes. En la inmediata posguerra, entre tanto ídolo bélico y tanto galancete envarado, Casal puso la nota de humanidad melancólica que ahora (y entonces) mejor representa aquella época. Se quejaba a su primer maestro en las tablas, Jesús Tordesillas, de que cada vez que aparecía en el escenario la gente se echaba a reír. Tordesillas le quita hierro: –Lo tuyo es un don. Aprovéchalo.

Rafael Gil lo hizo para el cine en una serie de comedias rodadas para la productora Cifesa a principios de los años cuarenta: El hombre que se quiso matar (1941) y Huella de luz (1942), de dos relatos de Wenceslao Fernández-Flórez, Viaje sin destino (1942)... Queda de aquella colaboración, ya se ha visto aquí, su protagonismo absoluto en El fantasma y doña Juanita. En unas tempranas memorias cuenta Casal sus primeros contactos con el mundo del espectáculo. Estudia para marino en El Ferrol y contabilidad en la Escuela de Comercio de La Coruña. Es un decir, porque no abre los libros ni en fecha de exámenes. Sus padres se preocupan. Antoñito confiesa que él quiere ser artista. –¡Artista! ¿Cómo artista? ¿Artista de qué? –De lo que sea: de teatro, de cine, domador, trapecista, tonto de circo… –Eso es lo que eres: tonto… pero de capirote. Con ocasión de una visita del Circo Feijoó a su ciudad, Casal se ofrece para ayudar a colocar las sillas y lo que sea a cambio de un pase. Para “Cuentos de la pista” (Epesa, 1946) escribe un relato titulado “Tragedia íntima” que es como un vuelo fantástico a partir de esta anécdota autobiográfica. Y llega el momento de la fuga de casa en la mejor tradición del cómico vocacional. ¿O no? Casal no deja constancia de esta huida, pero la leyenda lo requiere… Tanto da. La cosa es que la rutina no pudo con él. Primero fue el teatro, luego el cine y, finalmente, la revista. Al final de su carrera, no había ciudad por pequeña que fuera a la que no llegara la compañía de Casal y Ángel de Andrés con sus esculturales vedettes. Antonio Casal: galán anómalo, maestro del patetismo, payaso contable, tronchantemente melancólico, paradoja hecha carne… fugitivo de la rutina.

Sr. Feliú
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CASAL. Antonio. Mi vida. 
Ediciones Astros, Madrid, 1943.

12 de enero de 2009

Cocteau


Voluminosa biografía de uno de los artistas más destacados del siglo XX, Jean Cocteau (1889-1963), escrita por Francis Steegmuller. Su extenso y variado trabajo artístico se alimenta de una agitada vida llena de momentos únicos y plenos de sensibilidad artística. Esto hace que la biografía sea un retrato de la bohemia de la época, la búsqueda constante y entusiasta de Cocteau en pos de la esencia del arte. Un retrato de un gran poeta. Incluye un apéndice con una entrevista con Barbette, artista de circo que participó en la película de Cocteau, La sang d'un poete.

STEEGMULLER, Francis 
Cocteau, a biography 
Atlantic -Little, Brown & Company, Boston/Toronto, 1970 
ISBN: 3-1986-00003-8417

Travestis de Shakespeare


Un trabajo muy interesante de este especialista del Music Hall y del Circo. Las mujeres han sido vetadas en los escenarios hasta mediados del siglo XVI, prohibición que se mantuvo en Inglaterra hasta 1660. El autor hace un recorrido por los principales actores travestidos, al tiempo que nos regala reflexiones sobre la naturaleza de este trabajo. Muy bien documentado, está acompañado por fotografías y grabados de los principales actores . 

FRÉJAVILLE, Gustave 
Les Travestis de Shakespeare 
Editions Seheur, Paris, 1930

10 de enero de 2009

Cocteau & Barbette


Esta edición recoge varios trabajos, todos ellos muy interesantes, por lo que resulta un tesoro bibliográfico que merece la pena buscar. Por un lado están unas magníficas fotos de Man Ray junto con affiches del artista; hay una excelente semblanza del acto de Barbette escrita por Judith Erêbe; el texto central de Jean Cocteau, un ensayo entusiasta sobre la naturaleza artística del acto de Barbette; y un extracto del libro sobre Cocteau de Francis Steegmuller.


RAY, Man; Jean Cocteau 
Le numéro Barbette
Jacques Damase Editeur, París, 1980

5 de enero de 2009

Los autómatas de Hoffmann


Impresionado por la visita, en Dresde, a los autómatas mecánicos de J.G. Kaufmann, el escritor, pintor y músico E.T.A. Hoffmann escribe en 1814 este cautivador cuento. Los artificios mecánicos tienen algo de siniestro al animarse, igual que las figuras de cera en su completa inmovilidad. La obsesión de Hoffmnann, y la del protagonista del cuento, nos muestra el lado más terrorífico de estos misteriosos mecanismos. Un año después escribe "El Hombre de la arena", historia de la muñeca mecánica, un autómata creación del profesor Spalanzani, que inspirará la música de Offenbach para el ballet de "Coppelia". En el prólogo de Carmen Bravo-Villasante se hace un pequeño recorrido por la historia de los autómatas y se señalan las creaciones más importantes.

HOFFMANN, E.T.A. 
Los Autómatas
Pequeña Biblioteca Calamus Scriptorius, Barcelona/Palma de Mallorca, 1982
ISBN: 84-85354-53-1

4 de enero de 2009

La sangre del turco


La historia del autómata ajedrecista de von Kempelen sirve de excusa a Ramón Mayrata para pasar revista a todos los autómatas que en el mundo han sido. “La sangre del turco”, se titula precisamente su libro, y fue publicado en “La Biblioteca Encantada de Juan Tamariz” en 1990. Mayrata narra la partida entre el turco y Catalina la Grande y las implicaciones diplomáticas en las relaciones entre Austria y Rusia. También cómo el artilugio pasó de manos de Wolfgang von Kempelen a las del mecánico bávaro Johan Nepomuk Maelzel, quien lo exhibió en Estados Unidos en el siglo XIX. Edgar Allan Poe se sintió tan atraído por su misterio que publicó un ensayo intentando dar una explicación satisfactoria al mecanismo. Incluso, escribió un artículo titulado “Von Kemplen y su descubrimiento” que nada tenía que ver con el ajedrecista, pero en el que el apellido del barón alemán se equiparaba a la superchería en estado puro. Para Poe –escribe Mayrata- “el secreto del autómata no consistía en adivinar si ocultaba o no un hombre en sus adentros, sino cómo un hombre podría escamotearse en el interior de una máquina, abierta de par en par, sin dejar rastro. Las tres puertas de la cómoda sobre la que jugaba el Turco eran antesala de una puerta desconocida tras la que podía escucharse la respiración nítida de un hombre. Pero tanto Brewster como Poe sabían que esa puerta carecía de umbral, armazón, hojas y goznes, porque era la puerta de la ilusión, puerta invisible, pues no se cierra nunca”.

MAYRATA, Ramón 
La sangre del turco
Colección “La Biblioteca Encantada de Juan Tamariz” 
Editorial Frakson, 1990 
ISBN: 84-86861148

3 de enero de 2009

Los autómatas se meten en política

Le joueur d'échecs (Jaque a la reina, 1927), Raymond Bernard 

YA OTRAS veces han asomado por aquí nuestros hermanos mecánicos: los autómatas. Hoy queremos presentarles al Turco ajedrecista de Wolfgang von Kempelen, en versión cinematográfica de Raymond Bernard. 

La Sociedad de Grandes Films Históricos
Raymond Bernard tenía cierta tendencia al exceso. Las cinco horas largas de Les miserables (Los miserables, 1934), en un intento de trasladar de forma fiel a la pantalla la novela de Victor Hugo, son una muestra de sus aptitudes: una caligrafía impecable forjada en la época silente, cuando cada plano debía de tener un significado preciso, pero, al tiempo, una sobredosis de psicologismo que lastra el ritmo. Les croix de bois (Las cruces de madera, 1931), un fiero retrato sobre la vida en las trincheras durante la Gran Guerra es acaso su película más conocida y también la que mejor ha resistido el paso del tiempo. A Bernard no le tiembla el pulso a la hora de echarse la cámara al hombro para filmar unas escenas bélicas de un verismo atroz. Ríanse ustedes de los desembarcos de Normandía orquestados por Spielberg. Pero volvamos ligeramente atrás en el tiempo. 

A los años en que Abel Gance crea Napoléon (Napoleón, 1927-1929) y Marcel L’Herbier, L’argent (Dinero, 1928), producciones de proporciones colosales. Aquí Le joueur d’echecs no desentona demasiado. Bernard tiene 36 años y está en su plenitud. Ha formado con los dos coguionistas de esta película una sociedad de producción denominada Société des Grands Films Historiques con la que desarrollará el grueso de su trabajo de los años veinte: tres películas épicas que relatan disyuntivas personales situadas en el marco de grandes conflictos históricos: Le miracle des loups (El milagro de los lobos, 1924) y Tarakanova (1930). Le joueur d'échecs se sitúa en 1776, durante el reparto de Polonia entre Rusia, Austria y Prusia.


El barón von Kempelen 
El barón Wolfgang von Kempelen (Charles Dullin), vive en la ciudad de Vilna dedicado en cuerpo y alma a la creación de autómatas. Uno de los muñecos está construido a su imagen y semejanza; otros le sirven para mantener vivo el pasado, como el de su difunta esposa; los hay que son un simple entretenimiento, como el guitarrista o ese otro que parece reírse de todo; y, por último, hay una especie de ejército personal, una guardia pretoriana mecánica. Ya se habrán imaginado que el Barón es un excéntrico, pero estos autómatas le sirven de compañía. Sobre todo, su adorada mujer. 

La escena en que la pone en marcha y le acaricia el pelo tiene una rara poesía, que nos recuerda a Vincent Price en Edward Scissorhands (Eduardo Manostijeras, 1990). Ahora está trabajando en una bailarina por encargo de la zarina de todas las Rusias, Catalina II (Marcelle Charles Dullin, o sea, su señora en la vida real). Le sirve de modelo una danzarina pizpireta conocida como Wanda (Jacky Monnier). El encargo se las trae, porque los rusos han ocupado Vilna y han impuesto el toque de queda. Las reivindicaciones nacionalistas están comandadas por Boleslas Vorowski (Pierre Blanchar). De modo que cuando los rusos retoman la ciudad, Vorowski se ve obligado a desaparecer. La zarina ofrece cien mil rublos de recompensa a quien lo aprese. Está escondido con Sophie en casa del barón von Kemplen. 

Viéndolos jugar al ajedrez, éste concibe su plan. Esa noche presentará en la feria la maravilla del siglo: “El turco ajedrecista”, que vencerá a cuantos se enfrenten a él. Metáfora de la guerra, el ajedrez es también metáfora de la vida y la muerte. Dos ejércitos frente a frente. Buenos y malos. Fichas blancas y fichas negras. El autómata cobra protagonismo en la segunda parte de la película: “El gran engaño”. En el momento en que von Kempelen, Wanda y Sophie están a punto de entrar en Alemania con el turco ajedrecista, el rey Stanislas (Pierre Hot) reclama su presencia en Varsovia. El rey comisiona al mayor Nocolaieff (Camille Bert) para jugar contra el turco. El modo en que éste lo derrota le hace recordar sus partidas contra Vorowski en el regimiento ruso-polaco. El rey Stanislas decide entonces enviar al autómata a San Petersburgo. El amor entre Sophie y Oblomoff reverdece en la larga marcha por la estepa. Vorowski, encerrado en el cuerpo del autómata, no puede hacer nada.

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Catalina contra el ajedrecista mecánico 
Tensión en la Corte. A la zarina no le gusta perder. Hace trampas en su partida contra el autómata. El turco aparta las fichas de un manotazo. Catalina ríe. Para culminar las fiestas de Carnaval hará fusilar al autómata por un delito de lesa majestad. Sophie advierte que sus sentimientos por Oblomoff han cambiado y que está enamorada de Vorowski. Von Kempelen y Wanda intentan sacar a Vorowski del interior del autómata antes de la ejecución. Y Nicolaieff registra el palacio de von Kempelen y descubre a los demás autómatas. El fusilamiento del turco a las puertas del Palacio de Invierno rodeado de candelabros en un paisaje nevado y la muerte, en paralelo, de Nicolaieff a manos de la guardia de autómatas de von Kempelen, son el zenit de la película y una de las cumbres del fantástico. La inexorabilidad de los soldados automáticos, sus posturas grotescas, sirven a Bernard para componer un ballet -“ballet mecánico”, como quería Leger-. 

En cuanto al fusilamiento del muñeco, pocas veces ha alcanzado un sencillo intertítulo tal poder sugestivo. Entre la lírica y la metafísica, un soldado exclama: “El autómata está sangrando”. Le joueur d'échecs es una película de desdoblamientos: máscaras, espejos, reflejos y dobles. Las escenas humorísticas entre Roubenko y Pola son de una comicidad gruesa, no exenta de encanto, pero demasiado forzadas. En cambio, Bernard se muestra capaz de un humor sutil en un juego de espejos en el que los danzantes y músicos parecen autómatas. Sólo el pueblo y los hombres cuando pelean, parece decirnos Bernard, son capaces de liberarse de ese envaramiento que imponen las leyes sociales y el protocolo. La película conoció una nueva versión en 1938, dirigida por Jean Dréville –Le joueur d’echecs (El jugador de ajedrez, 1938), en la que el Barón von Kempelen estaba interpretado por Conrad Veidt antes de ser el mayor Strasser en Casablanca (1943) y mucho después de haber encarnado a Cesare en Das Cabinet des Dr. Caligari (1920), pasando de este modo de ser el juguete sonambúlico de Caligari al demiurgo creador de vida que es von Kempelen... aunque sea vida automática. Si tenemos ocasión de verla, también se la contaremos, no lo duden.
Sr. Feliú
Le joueur d'échecs (Jaque a la reina, 1927) 
Producción : Société des Films Historiques (FR) 
Director: Raymond Bernard 
Guión: Raymond Bernard, Jean-José Frappa y Henry Dupuis-Mazuel, basado en una novela de éste último. 
Intérpretes: Pierre Blanchar (Boleslas Vorowski), Charles Dullin (Barón von Kempelen), Édith Jéhanne (Sophie Novinska), Camille Bert (Nicolaieff), Pierre Batcheff (el Príncipe Serge Oblomoff), Marcelle Charles Dullin (Catalina II), Jacky Monnier (Wanda), Armand Bernard (Roubenko), Alexiane (Olga, la bufona), Pierre Hot (el Rey Stanislas), Jaime Devesa (el Príncipe Orloff), Fridette Fatton (Pola). 
135 min. Blanco y negro.