The Big Switch (1968), Pete Walker
Pete, era hijo de Syd Walker, un intérprete de comedias musicales, o sea, que conocía el mundo del show business como la palma de su mano. Sus inicios fueron como cómico en los clubs de striptease del Soho londinense, para dedicarse después al lucrativo negocio de las películas en super-8. De ahí pasó a producir, escribir y dirigir primero cortos y luego largos encuadrables dentro de la sexploitation, cuyas coordenadas sociológicas en la represiva sociedad británica ya se han encargado otros de cartografiar.
Nosotros vamos al meollo de The Big Switch –algo así como “El gran cambiazo”, aunque en Estados Unidos la película se retituló Strip Poker–. John Carter (Sebastian Breaks), un ejecutivo publicitario vive la noche del Swinging London a tope. Pena, nos explica el locutor, que sea ya un poco talludito para los templos del pop. Frecuenta discotecas manejadas por un gánster, lo que le vale a Walker para realizar un breve recorrido por los clubs de noche, como en otras películas del ciclo “mondo”. Sin embargo, la historia pega un giro de ciento ochenta grados cuando la solícita rubia que se le ha ofrecido en la discoteca, es asesinada mientras él compraba tabaco.
Varias palizas y partidas de strip-poker más tarde, y después de que le hayan despedido de su trabajo en la agencia de publicidad, Carter se verá obligado a aceptar la misteriosa propuesta de los gánsteres de viajar a Brighton en compañía de Karen (Virginia Wetherell), una modelo baqueteada por la vida y los desengaños amorosos.
El plan es tan demencial y tiene tantos huecos que no merece la pena que nos dediquemos a desentrañarlo. Si The Big Switch se ha proyectado en la carpa –mínimo recorrido por los antros de ocio londinenses al margen– es porque la persecución final tiene lugar en el pier occidental de Brighton. Ya hemos estado aquí otras veces –véanse: Oh! What a Lovely War (1969), de Richard Attenborough, o Brighton Rock (1947), de John Boulting- y hemos proyectado para ustedes El fugitivo de Amberes (1955), de Miguel Iglesias, así que ya saben más o menos a que atenerse. Contrapunto chirriante entre la alegría mecánica de las atracciones y la angustia de los perseguidos, paradoja de la muerte desnuda y verdadera en el reino de los esqueletos bailarines, incongruencia del horror de cartón piedra y carrito a tres por hora. Tampoco Walker pretende ser Welles. Resuelve y ya está.
El milagro ocurre, sin embargo, a la entrada del pier. Es un milagro de serie Z, claro. En el ajustadísimo plan de trabajo, el equipo se encuentra con que el día en que se ruedan estas escenas, nieva copiosamente sobre la ciudad veraniega (“donde los viejos ricos van a echar una cana al aire los fines de semana”, afirma Karen; “lástima que yo no sea rico”, replica John). En lugar de meterse en el apartamento y esperar a que escampe, Pete Walker coge el toro por los cuernos y les pide a sus actores que rueden la escena así. Los intérpretes corren bajo la nieve, resbalan y se pegan tremendas costaladas, apenas pueden gritar los monosílabos que exige la acción porque están congelados, pero este fragmento tiene la rara cualidad de lo imprevisto, de lo irrepetible. Durante estos instantes Walker es –a la fuerza ahorcan- un émulo de Rossellini.
Después de rodar House of the Long Shadows (La casa de las sombras del pasado, 1983), Pete Walker dejó el cine y se dedicó a los mucho más lucrativos negocios inmobiliarios.
Pete Walker es conocido, sobre todo, por sus películas de terror de los años setenta, donde facturó algunas perlas post-hammerianas como Frightmare (Terror sin habla, 1974) o Schizo (Esquizofrenia, 1976). Pero sus inicios tuvieron que ver con lo que a finales de la década anterior se denominaban películas “para adultos”: un esquema policiaco con huecos.
Pete, era hijo de Syd Walker, un intérprete de comedias musicales, o sea, que conocía el mundo del show business como la palma de su mano. Sus inicios fueron como cómico en los clubs de striptease del Soho londinense, para dedicarse después al lucrativo negocio de las películas en super-8. De ahí pasó a producir, escribir y dirigir primero cortos y luego largos encuadrables dentro de la sexploitation, cuyas coordenadas sociológicas en la represiva sociedad británica ya se han encargado otros de cartografiar.
Nosotros vamos al meollo de The Big Switch –algo así como “El gran cambiazo”, aunque en Estados Unidos la película se retituló Strip Poker–. John Carter (Sebastian Breaks), un ejecutivo publicitario vive la noche del Swinging London a tope. Pena, nos explica el locutor, que sea ya un poco talludito para los templos del pop. Frecuenta discotecas manejadas por un gánster, lo que le vale a Walker para realizar un breve recorrido por los clubs de noche, como en otras películas del ciclo “mondo”. Sin embargo, la historia pega un giro de ciento ochenta grados cuando la solícita rubia que se le ha ofrecido en la discoteca, es asesinada mientras él compraba tabaco.
Varias palizas y partidas de strip-poker más tarde, y después de que le hayan despedido de su trabajo en la agencia de publicidad, Carter se verá obligado a aceptar la misteriosa propuesta de los gánsteres de viajar a Brighton en compañía de Karen (Virginia Wetherell), una modelo baqueteada por la vida y los desengaños amorosos.
El plan es tan demencial y tiene tantos huecos que no merece la pena que nos dediquemos a desentrañarlo. Si The Big Switch se ha proyectado en la carpa –mínimo recorrido por los antros de ocio londinenses al margen– es porque la persecución final tiene lugar en el pier occidental de Brighton. Ya hemos estado aquí otras veces –véanse: Oh! What a Lovely War (1969), de Richard Attenborough, o Brighton Rock (1947), de John Boulting- y hemos proyectado para ustedes El fugitivo de Amberes (1955), de Miguel Iglesias, así que ya saben más o menos a que atenerse. Contrapunto chirriante entre la alegría mecánica de las atracciones y la angustia de los perseguidos, paradoja de la muerte desnuda y verdadera en el reino de los esqueletos bailarines, incongruencia del horror de cartón piedra y carrito a tres por hora. Tampoco Walker pretende ser Welles. Resuelve y ya está.
El milagro ocurre, sin embargo, a la entrada del pier. Es un milagro de serie Z, claro. En el ajustadísimo plan de trabajo, el equipo se encuentra con que el día en que se ruedan estas escenas, nieva copiosamente sobre la ciudad veraniega (“donde los viejos ricos van a echar una cana al aire los fines de semana”, afirma Karen; “lástima que yo no sea rico”, replica John). En lugar de meterse en el apartamento y esperar a que escampe, Pete Walker coge el toro por los cuernos y les pide a sus actores que rueden la escena así. Los intérpretes corren bajo la nieve, resbalan y se pegan tremendas costaladas, apenas pueden gritar los monosílabos que exige la acción porque están congelados, pero este fragmento tiene la rara cualidad de lo imprevisto, de lo irrepetible. Durante estos instantes Walker es –a la fuerza ahorcan- un émulo de Rossellini.
Después de rodar House of the Long Shadows (La casa de las sombras del pasado, 1983), Pete Walker dejó el cine y se dedicó a los mucho más lucrativos negocios inmobiliarios.
The Big Switch (1968)
Producción: Pete Walker (GB)
Guión y Dirección: Pete Walker
Intérpretes: Sebastian Breaks (John Carter), Virginia Wetherell (Karen), Jack Allen (Hornsby-Smith), Douglas Blackwell (Bruno Miglio), Derek Aylward (Karl Mendez), Virginia Wetherell
Color. 68min.
No hay comentarios:
Publicar un comentario