O Dreamland (1953), de Lindsay Anderson
Lo que nos perturba de los fenómenos no es que sean diferentes, sino lo que los asemeja a nosotros. Algo parecido ocurre con los autómatas. Nos inquietan y, por tanto, nos fascinan, porque en ellos reconocemos lo humano de su automatismo.
Una parte del metraje de O Dreamland está dedicada a retratar la galería de autómatas del Parque de Atracciones de la localidad británica de Margate, en Kent. Los visitantes de la tarde del sábado o el domingo pasean su atocinamiento entre clásicas atracciones vertiginosas y mareantes, como el pulpo y las barcas, las que excitan la ilusión y la codicia, como las tragaperras, el bingo o el brazo mecánico que nunca termina de atrapar el reloj chapado en oro, o los puestos del tiro al globo, del aro que ha de encajarse en el cuello de la botella o de la tómbola que reparte suerte según el rostro de la estrella de cine que se ilumine. También hay un tragafuegos. Y unos escuálidos animales encerrados en sus jaulas.
Los espectadores –señoras, niños, abuelos, desocupados…- circulan abúlicos o abren la boca entontecidos entre tanta diversión que mas les sirve para matar el tiempo que como entretenimiento. Ayuda a ello el desajuste del sonido que repite incesante el último éxito de la música ligera, los números del bingo y la risa mecánica y enloquecida de los autómatas.
Precisamente son estos pabellones los que más contraste provocan con la alienación de los espectadores que se congregan en ellos. Los autómatas son víctimas o verdugos de las más atroces torturas. Así, podemos contemplar la ejecución en la silla eléctrica del espía atómico Rosemberg mientras un funcionario de prisiones se carcajea hasta el descoyunte o torturas chinas e inquisitoriales entre las que destaca “la muerte por mil cortes”.
Lindsay Anderson rodó este documental en 1953 con una cámara portátil de 16 mm y el material sobrante de la película que estaba realizando sobre una escuela de niños sordos: Thursday’s Children. Las latas durmieron en una estantería hasta que en 1956 Anderson, que entonces trabajaba como programador en el National Film Theater, y otros compañeros como Tony Richardson y Karel Reisz decidieron programar una sesión conjunta de cortometrajes con el título común de “Free Cinema”. El marbete hizo fortuna. Iba acompañado de un manifiesto en el que los “jóvenes airados” del cine británico defendían una nueva aproximación a la realidad, a la clase obrera y, por ende, nuevos métodos de producción. O Dreamland cumplía todos estos requisitos y suponía, al tiempo, una bofetada al modelo clásico de documental que Anderson estimaba puro formalismo. En 12 minutos la diversión adocenante adquiere caracteres de pesadilla y, cuando los espectadores abandonan el recinto del Parque de Atracciones todavía nos preguntamos de qué lado de la vitrina estaban ellos y de cuál los autómatas.
Sr. Feliú
O Dreamland (1953)
Productora: Sequence (GB)
Guión y Dirección: Lindsay Anderson
Fotografía: John Fletcher.
Documental.
12 min. Blanco y negro.
3 comentarios:
¡¡Me voy corriendo a por ella!!! Una feria de miedo, como las que le gustaban a Tod Browning!!! Gracias mil, señor Feliuuuuuuu!!!
(Por cierto, hay una película italiana de final de los cincuenta, de terror de aquel más carnal que tanto gusta a nuestros primos latinos, Il mulino delle done di petre, en la que sale un macabro carrusel de damas ejecutadas que me recuerda a las fotos que salen en la reseña). Me aprseuro a contrastarlas!!
Acabo de verla. Maravilloso documental costumbrista, desolado como el mundo real. Banda sonora excelente, con el justo punto de melancolía.
De nada.
Ya ve que casi dan más miedo las señoras que juegan al bingo que los autóatas.
Por lo demás es un periodo muy estimable y poco conocido -fuera de la pérfida Albión- del documental. Una cámara de 16 mm de cuerda y la falta de sonido directo sincrónico suplida por bandas sonoras altamente imaginativas. Lindsay Anderson se declaraba seguidor acérrimo de Humphrey Jennings, híbrido de la escuela documentalista inglesa, el surrealismo y el cine de propaganda bélica. No son para todos los paladares, pero son excelentes aperitivos.
Como el Chomón que guarda en su desván.
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