Svengali (Svengali, 1931), Archie Mayo
¿Cómo ha terminado la gran Svengali, la voz de oro que asombró a los teatros de Ópera de todas las cortes europeas, a dar en el Café de la Esfinge del Cairo, después del número de las seis bailarinas marroquíes de mademoiselle Doro? La verdad es que la cosa no es fácil de explicar. Ya lo dice el maestro Svengali en la película que lleva su nombre: “Hay cosas entre el cielo y la tierra que resultan inexplicables”.
Todo comienza en el París de Murger, el de las escenas de la vida bohemia, servido con toques expresionistas y un innovador uso de los techos, por el escenógrafo Anton Grot. Svengali (John Barrymore), virtuoso del piano, da lecciones de canto que apenas les permiten sobrevivir a él y a su compañero, el violinista Gecko (Luis Alberni). Trampean y viven del sablazo, lo que da lugar a varias situaciones cómicas. Pero, ojo. Cuidadito con el grotesco Svengali, que no soporta ni un tanto así la estupidez o la fealdad. Cuando la pobre madame Honorine (Carmel Myers) le confiesa que ha dejado a su marido sin pedirle un franco para entregarle su voz al maestro, Svengali la envía directamente a arrojarse al Sena.
Para algo tenían que valerle sus poderes hipnóticos. Archie Mayo, el director, los pone en imágenes muy pronto: en cuanto Svengali conoce a la modelo Trilby (Marian Marsh). El hechizo es mutuo. Svengali cae rendido ante su belleza y ella ante su poder hipnótico. En una escena bellamente coreografiada la llamada mesmérica de Svengali recorre París desde la buhardilla del maestro al lecho donde Trilby probablemente soñaba con un pintor guapete y tontorrón llamado Billy (Bramwell Fletcher), que se escandaliza al verla posar desnuda y quiere llevarla a Inglaterra para presentarle a su madre.
Gracias a estos poderes Svengali hace que Trilby abandone a su amado y se entregue a él. Siguen cinco años de éxitos. Los teatros de la Ópera de Viena, San Petersburgo y Madrid se rinden a los pies de la prodigiosa garganta de “la Svengali”. El zar le regala joyas; las entradas para su debut en París se agotan; el público –Billy, como uno más- se agolpa en los pasillos. Svengali hace cantar a su marioneta como los ángeles, aunque para ello dirija su orquesta zíngara vestido no sabemos si de húsar de opereta o de domador de circo. El esfuerzo es supremo. Tanto que el corazón de Svengali flaquea. Y en estos momentos es cuando Trilby recupera la conciencia de sí misma y reconoce a Billy. El joven la sigue por todo el mundo y los conciertos de Roma y Nápoles se suspenden para desesperación del agente de la pareja (Paul Porcasi).
Svengali ha logrado el triunfo pero no ha conseguido que Trilby le ame. Si acaso ese simulacro de amor que no le satisface y que obtiene gracias al hipnotismo.
-Mírame a los ojos.
-¡Oh! Te quiero tanto.
-No, no, no. Cierra los ojos. No lo digas. Eres preciosa… Pero es sólo Svengali, hablando otra vez consigo mismo.
Y aquí los tienen ustedes, en el Café de la Esfinge, arrastrando la maldición de un amor no correspondido. No les cuento el final, pero les recomiendo una lectura que seguro les servirá de complemento a la película: “El ventrílocuo y la muda”, del escritor español de avanzada –y luego falangista- Samuel Ros. Publicada originalmente en 1930, hay un par de ediciones más o menos recientes que pueden encontrar en librerías de viejo.
Y no dejen de visitar ustedes El Desván del Abuelito, de cuyo voltio procede esta delicada muestra de amour fou.
Sr. Feliú
Svengali (Svengali, 1931)
2 comentarios:
No es una peli redonda, pero tiene algunos hallazgos portentosos, aparte, claro está, de la poderosa interpretación de Barrymore. Nunca olvidaré esa cámara que parte de los ojos de Svengali, recorre los tejados de un París de casas pequeñas, apretadas, y desemboca en el cuerto donde descansa la inocente Trilby...
Muy superior, desde mi punto de vista, a la novela de Maurier que le sirve de inspiración.
Y ustedes ya lo sabe: es uno de los fetiches del Desván...
Momento verdaderamente memorable el que usted describe, venerable Abuelito.
Y tremendo Barrymore, sí señor. Demostrando minuto a minuto que el horror no tiene porqué estar reñido con el humor.
Para esto de encontrar metáforas de sencillez apabullante que reflejaran los más insondables abismos del alma humana el cine de los años treinta no tiene parangón: la Lulú de Pabst o el deseo, el doctor Frankenstein o la blasfemia, "Qué sinvergüenzas son los hombres" o el vértigo del enamoramiento, la troupe de Freaks o el espejo deformante de nosotros mismos... y esta misma Svengali o el amor a uno mismo hasta la consunción.
Luego nos hemos ido sofisticando. Suerte la suya, Abuelito, que vivió aquella época de primera mano,
Sus nietos
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