3 de enero de 2009

Los autómatas se meten en política

Le joueur d'échecs (Jaque a la reina, 1927), Raymond Bernard 

YA OTRAS veces han asomado por aquí nuestros hermanos mecánicos: los autómatas. Hoy queremos presentarles al Turco ajedrecista de Wolfgang von Kempelen, en versión cinematográfica de Raymond Bernard. 

La Sociedad de Grandes Films Históricos
Raymond Bernard tenía cierta tendencia al exceso. Las cinco horas largas de Les miserables (Los miserables, 1934), en un intento de trasladar de forma fiel a la pantalla la novela de Victor Hugo, son una muestra de sus aptitudes: una caligrafía impecable forjada en la época silente, cuando cada plano debía de tener un significado preciso, pero, al tiempo, una sobredosis de psicologismo que lastra el ritmo. Les croix de bois (Las cruces de madera, 1931), un fiero retrato sobre la vida en las trincheras durante la Gran Guerra es acaso su película más conocida y también la que mejor ha resistido el paso del tiempo. A Bernard no le tiembla el pulso a la hora de echarse la cámara al hombro para filmar unas escenas bélicas de un verismo atroz. Ríanse ustedes de los desembarcos de Normandía orquestados por Spielberg. Pero volvamos ligeramente atrás en el tiempo. 

A los años en que Abel Gance crea Napoléon (Napoleón, 1927-1929) y Marcel L’Herbier, L’argent (Dinero, 1928), producciones de proporciones colosales. Aquí Le joueur d’echecs no desentona demasiado. Bernard tiene 36 años y está en su plenitud. Ha formado con los dos coguionistas de esta película una sociedad de producción denominada Société des Grands Films Historiques con la que desarrollará el grueso de su trabajo de los años veinte: tres películas épicas que relatan disyuntivas personales situadas en el marco de grandes conflictos históricos: Le miracle des loups (El milagro de los lobos, 1924) y Tarakanova (1930). Le joueur d'échecs se sitúa en 1776, durante el reparto de Polonia entre Rusia, Austria y Prusia.


El barón von Kempelen 
El barón Wolfgang von Kempelen (Charles Dullin), vive en la ciudad de Vilna dedicado en cuerpo y alma a la creación de autómatas. Uno de los muñecos está construido a su imagen y semejanza; otros le sirven para mantener vivo el pasado, como el de su difunta esposa; los hay que son un simple entretenimiento, como el guitarrista o ese otro que parece reírse de todo; y, por último, hay una especie de ejército personal, una guardia pretoriana mecánica. Ya se habrán imaginado que el Barón es un excéntrico, pero estos autómatas le sirven de compañía. Sobre todo, su adorada mujer. 

La escena en que la pone en marcha y le acaricia el pelo tiene una rara poesía, que nos recuerda a Vincent Price en Edward Scissorhands (Eduardo Manostijeras, 1990). Ahora está trabajando en una bailarina por encargo de la zarina de todas las Rusias, Catalina II (Marcelle Charles Dullin, o sea, su señora en la vida real). Le sirve de modelo una danzarina pizpireta conocida como Wanda (Jacky Monnier). El encargo se las trae, porque los rusos han ocupado Vilna y han impuesto el toque de queda. Las reivindicaciones nacionalistas están comandadas por Boleslas Vorowski (Pierre Blanchar). De modo que cuando los rusos retoman la ciudad, Vorowski se ve obligado a desaparecer. La zarina ofrece cien mil rublos de recompensa a quien lo aprese. Está escondido con Sophie en casa del barón von Kemplen. 

Viéndolos jugar al ajedrez, éste concibe su plan. Esa noche presentará en la feria la maravilla del siglo: “El turco ajedrecista”, que vencerá a cuantos se enfrenten a él. Metáfora de la guerra, el ajedrez es también metáfora de la vida y la muerte. Dos ejércitos frente a frente. Buenos y malos. Fichas blancas y fichas negras. El autómata cobra protagonismo en la segunda parte de la película: “El gran engaño”. En el momento en que von Kempelen, Wanda y Sophie están a punto de entrar en Alemania con el turco ajedrecista, el rey Stanislas (Pierre Hot) reclama su presencia en Varsovia. El rey comisiona al mayor Nocolaieff (Camille Bert) para jugar contra el turco. El modo en que éste lo derrota le hace recordar sus partidas contra Vorowski en el regimiento ruso-polaco. El rey Stanislas decide entonces enviar al autómata a San Petersburgo. El amor entre Sophie y Oblomoff reverdece en la larga marcha por la estepa. Vorowski, encerrado en el cuerpo del autómata, no puede hacer nada.

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Catalina contra el ajedrecista mecánico 
Tensión en la Corte. A la zarina no le gusta perder. Hace trampas en su partida contra el autómata. El turco aparta las fichas de un manotazo. Catalina ríe. Para culminar las fiestas de Carnaval hará fusilar al autómata por un delito de lesa majestad. Sophie advierte que sus sentimientos por Oblomoff han cambiado y que está enamorada de Vorowski. Von Kempelen y Wanda intentan sacar a Vorowski del interior del autómata antes de la ejecución. Y Nicolaieff registra el palacio de von Kempelen y descubre a los demás autómatas. El fusilamiento del turco a las puertas del Palacio de Invierno rodeado de candelabros en un paisaje nevado y la muerte, en paralelo, de Nicolaieff a manos de la guardia de autómatas de von Kempelen, son el zenit de la película y una de las cumbres del fantástico. La inexorabilidad de los soldados automáticos, sus posturas grotescas, sirven a Bernard para componer un ballet -“ballet mecánico”, como quería Leger-. 

En cuanto al fusilamiento del muñeco, pocas veces ha alcanzado un sencillo intertítulo tal poder sugestivo. Entre la lírica y la metafísica, un soldado exclama: “El autómata está sangrando”. Le joueur d'échecs es una película de desdoblamientos: máscaras, espejos, reflejos y dobles. Las escenas humorísticas entre Roubenko y Pola son de una comicidad gruesa, no exenta de encanto, pero demasiado forzadas. En cambio, Bernard se muestra capaz de un humor sutil en un juego de espejos en el que los danzantes y músicos parecen autómatas. Sólo el pueblo y los hombres cuando pelean, parece decirnos Bernard, son capaces de liberarse de ese envaramiento que imponen las leyes sociales y el protocolo. La película conoció una nueva versión en 1938, dirigida por Jean Dréville –Le joueur d’echecs (El jugador de ajedrez, 1938), en la que el Barón von Kempelen estaba interpretado por Conrad Veidt antes de ser el mayor Strasser en Casablanca (1943) y mucho después de haber encarnado a Cesare en Das Cabinet des Dr. Caligari (1920), pasando de este modo de ser el juguete sonambúlico de Caligari al demiurgo creador de vida que es von Kempelen... aunque sea vida automática. Si tenemos ocasión de verla, también se la contaremos, no lo duden.
Sr. Feliú
Le joueur d'échecs (Jaque a la reina, 1927) 
Producción : Société des Films Historiques (FR) 
Director: Raymond Bernard 
Guión: Raymond Bernard, Jean-José Frappa y Henry Dupuis-Mazuel, basado en una novela de éste último. 
Intérpretes: Pierre Blanchar (Boleslas Vorowski), Charles Dullin (Barón von Kempelen), Édith Jéhanne (Sophie Novinska), Camille Bert (Nicolaieff), Pierre Batcheff (el Príncipe Serge Oblomoff), Marcelle Charles Dullin (Catalina II), Jacky Monnier (Wanda), Armand Bernard (Roubenko), Alexiane (Olga, la bufona), Pierre Hot (el Rey Stanislas), Jaime Devesa (el Príncipe Orloff), Fridette Fatton (Pola). 
135 min. Blanco y negro.

1 comentario:

El Abuelito dijo...

Una gozada de entrada. la película la vi no hace mucho y verdaderamente la escena que más queda en la memoria después de visionar otros trescientos filmes más es la del fusilamiento del autómata. Y la de la venganza de los muñecos mecánicos en implacable acoso.
Grande cosa la información proporcionada. Gracias, sabio Feliu.