20 de febrero de 2012

Un espectáculo de music-hall en Limehouse

 

The Blackbird (Maldad encubierta, 1926), Tod Browning

La dualidad presente en todas las películas de la dupla Browning-Chaney se traslada en esta ocasión al corazón del Limehouse londinense: dos hermanos que encarnan el bien y el mal en estado puro. “The Blackbird” se dedica a la delincuencia, en tanto que su hermano “The Bishop”, mantiene una misión que da un poco de consuelo y comida a los despojados de Limehouse. Mientras un rictus contrae la cara del primero, la dulce sonrisa del segundo no puede hacernos olvidar su cuerpo contrahecho, con una tremenda joroba y una pierna y un brazo perpetuamente descoyuntados. No pasará mucho tiempo antes de que descubramos que “The Bishop” y “The Blackbird” (Lon Chaney) son una misma persona y que la atrofia física de uno no es más que el disfraz de la catadura moral del otro.


La generosidad de “The Bishop” es sólo la apariencia que sirve a “The Blackbird” como perfecta tapadera para encubrir sus acciones criminales. “The Blackbird” abandonó a su esposa, una bailarina conocida como “Limehouse” Polly (Doris Lloyd) y ahora sólo tiene ojos para una bella artista recién llegada de París al music-hall que hay frente a la misión. Se llama Fifi Lorraine (Rene Adorée), es caprichosa, y se deja querer también por otro delincuente de la escuela sofisticada, conocido como “West End Bertie” (Owen Moore). Con este cuadrilátero amoroso, que en realidad es un pentágono de deseo, tejen Tod Browning y su colaborador literario habitual, Waldemar Young, uno más de los morosos melodramas criminales para Chaney, crispados de masoquismo.


A pesar de su ambientación exótica, el grueso de la acción se desarrolla en dos únicos decorados —la misión y el music-hall— y concierne únicamente a los tres personajes centrales. Por ello, los momentos más interesantes son aquellos en que Chaney ofrece un atisbo descoyuntamiento que constituye el meollo de su interpretación, una especie de milagro mélièsiano, saboteado por los planos intercalados por el montaje.  


Ya hemos podido asistir en directo a este desdoblamiento en un par de escenas en las que, dramatizando las disputas entre hermanos para unos espectadores que no le ven, se pelea consigo mismo. Sólo nosotros, espectadores cinematográficos podemos asistir a este espectáculo, los de la película no pueden más que escuchar su voz. Es esta pirueta narrativa la que provoca desazón en el público actual, que termina calificando tales escenas de “inverosímiles”.


Así y todo, no nos habríamos animado a proyectar The Blackbird en nuestra carpa –que es la suya– sino hubiera sido por los números de variedades que atisbamos en el local de music-hall. Asistimos así al fin de la actuación de The Musical Milos y a la interpretación, saboteada por el público, de una “inmortal balada” a cargo de una rolliza dama apodada “El Ruiseñor” de la que los espectadores —el público vociferante y guasón del music hall— se burlan inclementes:
—Pero si es una foca.
—Bueno, si canta…


También “Limehouse” Polly tiene ocasión de lucir brevemente su rutina, cuya apoteosis es un paseo con un carrito infantil mientras en la otra mano sostiene un paraguas al que va conectada una manguera, de modo que genera su propia lluvia.


Pone el colofón, “en su tercera semana de éxito”, Madeimoselle Fifi Lorraine. Su número es un prodigio de delicadeza y posee, además, una sencillez que lo hace aún más admirable. El escenario se convierte en un teatro de marionetas, con su telón, sus palcos, su foso para la orquesta y su propio escenario, en una “puesta en abismo” singular. En el escenario un tipo sentado en la mesa de un café. 


Una bella joven aparece en el escenario: la cabeza es la de la propia Fifi, en tanto que su cuerpo y sus piernas son los de un títere que ella manipula. La marioneta juega a la seducción con el cliente del bistró, baila una suerte de cancán y, cuando uno de los muñecos del palco alarga el cuello increíblemente para mostrar su entusiasmo —como si estuviéramos ante un “cartoon” de Tex Avery—, le pega una patada en la cabeza y lo devuelve a su sitio. El público popular aplaude a rabiar. Al final, sale a saludar, para que comprueben que tiene un cuerpo propio tan deseable como el de la muñeca.


Y es que el Browning esencial es aquel que sabe extraer todo el lirismo de las mil formas que adoptan los espectáculos populares.


The Blackbird (Maldad encubierta, 1926)
Producción: Metro-Goldwyn-Mayer (EEUU).
Dirección: Tod Browning.
Guión: Waldemar Young, según un argumento de Tod Browning. Intertítulos: Joseph Farnham.
Intérpretes: Lon Chaney (Dan Tate “The Blackbird” / “The Bishop”), Rene Adorée (Fifi Lorraine), Owen Moore (“West End Bertie”), Doris Lloyd (“Limehouse” Polly), Andy MacLennan (“The Shadow”), William Weston (Red), Polly Moran (la florista), Frank Norcross (el presentador del music-hall), Lionel Belmore (el propietario del music-hall).
86 min. Blanco y negro.

2 comentarios:

El Abuelito dijo...

Hace tiempo que vi este filme, y para ser sincero no recordaba más que las transformaciones de Chaney, sus peleas consigo mismo y su tono masoquista, como bien señala... Es raro, pero se me ha borrado de la cabeza el número de las marionetas, lo que no deja de extrañarme... Habrá que repasarla, pues tal como lo cuenta parece espectacular...

Sr. Feliú dijo...

A lo mejor es deformación profesional nuestra, venerable Abuelito. Lo cierto es que nos pareció un interludio delicado y ambiguo entre tanto enfrentamiento entre el Bien y el Mal absolutos.

Sus nietos que bien le quieren depositan un ósculo en sus blancas guedejas.