I Am a Camera se articula mediante un largo flashback que comienza
cuando Christopher Isherwood (interpretado por un Laurence Harvey que confunde
hieratismo con flema) se tropieza en una presentación con el primer libro de
una tal Sally Bowles. Una excusa como otra cualquiera para volver a la Nochevieja
de 1931 cuando contempla impasible en Berlín el ascenso de los nazis. Su excusa
es: “soy una cámara”, un falso objetivismo que le sirve para escabullirse de la
realidad. Vive en la pensión de fraülein Schneider (Lea Seidl).
Lo primero que llama
la atención es que la homosexualidad del autor queda disfrazada de “solterez
impenitente”, cinismo y misantropía. Su amigo Fritz (Anton Diffring) capea la
inflación chuleando a viejas viudas adineradas.
Sally Bowles trabaja
en un cabaret. Canta con la voz rasposa de Marlene Dietrich una tonada –“Ich hab'
noch einen Koffer in Berlin”- acompañada por un pianista, un batería y un par
de trompetistas. Sally está pendiente de un contrato cinematográfico en París y
Fritz ya ha hecho planes para viajar con ella. El decorado está constituido por
un modesto tabladillo, unas mesas y unas sillas y paredes de ladrillo visto con
algunas caricaturas. Nada del barroquismo de Josef von Sternberg en Der Blaue Engel (El ángel azul, 1931).
Luego, en el Troika,
se gasta en cócteles de champán y caviar lo que tienen para pagar la pensión.
Allí conocen a Clive (Ron Randell), un americano típico,y en su recorrido por
la noche berlinesa recalan en el Alhambra Palace Garden para terminar en un
cabaretucho con dibujos de Grosz en las paredes y sus modelos en la barra.
Natalia Landauer
(Shelley Winters) es alumna de Isherwood. Admira la falta de convencionalismo
de Sally, que se pinta las uñas de verde y duerme desnuda… “Después de una
noche de frenesí no hay nada como dos huevos duros con salsa picante;
prácticamente vivo de eso”. Fritz intenta seducirla, pero las cosas cada vez se
ponen más difíciles. Sus padres, que son judíos, reciben todos los días
amenazas. Fraü Schneider da voz a la burguesía pronazi que acusa de la
inflación a los judíos.
Cuando Sally se va
con Clive, Isherwood se pone enfermo. Lo llevan a casa y organizan una fiesta
que constituye un muestrario de tipos excéntricos, con sesiones sucesivas de
masaje, fisioterapia y electroterapia incluida. El responsable de esta última
es un auténtico mad doctor,
cadavérico y con perilla, armado de toda clase de arneses. Tanto por su tono
como por su situación en el desarrollo argumental esta larga escena resulta tan
chocante como injustificada.
Clive planea un viaje
para los tres, porque Alemania se está poniendo imposible. Las fantasías
turísticas de Sally tienen un contrapunto patético en el entierro de un judío.
La discusión con Sally, que está embarazada y ha decidido abortar, y el
reconocimiento de Fritz de su condición de judío, alumbran la toma de
conciencia de Isherwood, que olvida su bloqueo y empieza a escribir. Un editor
le encarga un montón de reportajes sobre ciudades. 250 dólares y todos los
gastos pagados.
La trama todavía se
enreda en un par de giros más –el embarazo era falso, Sally consigue que un
amigo de Clive la lleve a París…-, antes de regresar al presente y colarle al
espectador un final feliz más falso que un marco con la efigie de Isabel II.
De Pimlico a Berlín
Extraña ver relacionado
con una empresa como ésta a Henry Cornelius, cuyo nombre asociamos
inmediatamente a alguno de los títulos más señeros de la comedia Ealing y
post-Ealing, como Passport to Pimlico
(Pasaporte para Pimlico, 1949) y Genevieve (Genoveva, 1953). Sin embargo, Cornelius provenía de una familia de
origen judío-alemán y en los años treinta había colaborado con Max Reinhardt y
dirigido teatro allí, antes de escapar primero a Francia y luego a Gran Bretaña
huyendo de la barbarie nazi, por lo que el material parecía ideal para él.
Sin embargo, en esta
ocasión no acertó con la crítica ni con el público y el ambiente de los
cabarets berlineses y la ambigüedad moral del periodo prebélico quedaron mucho
mejor reflejadas en la versión musical de Kander y Ebb estrenada en Broadway en
1966. De la adaptación cinematográfica de Bob Fosse tratará nuestra próxima
entrega.
¡Ah! Aviso para
navegantes: no se les ocurra ver I Am a
Camera con su doblaje en castellano. Resulta doblemente insufrible.
I Am a Camera (Soy
una cámara, 1955)
Producción:
Romulus Films (GB)
Director:
Henry Cornelius.
Guión: John
Collier, basado en la obra homónima de John Van Druten (1951), que se basaba a
su vez en los relatos de Christopher Isherwood reunidos en “Goodbye to Berlin”
(1939).
Intérpretes:
Julie Harris (Sally Bowles), Laurence Harvey (Christopher Isherwood), Shelley
Winters (Natalia Landauer), Ron Randell (Clive), Lea Seidl (fräulein
Schneider), Anton Diffring (Fritz Wendel), Ina De La Haye (Herr Landauer), Jean
Gargoet (Pierre), Stanley Maxted (el editor), Alexis Bobrinskoy (el propietario
del Troika), André Mikhelson (el jefe de camareros del Troika), Frederick Valk
(el médico), Julia Arnall (una modelo), Tutte Lemkow, Patrick McGoohan.
98 min.
Blanco y negro.
2 comentarios:
Pués yo creo que la tengo en castellano,en fin,sin duda es mejor el Cornelius de las comedias que del drama pero lo hecho hecho está y hay que vivir con ello.
Y a mucha honra, don angeluco. Cualquiera que haya dirigido Pasaporte para Pimlico puede dormir en los laureles, si le place.
En esta ocasión, ya decimos, el doblaje es especialmente desafortunado.
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