Ferdinando
I, re di Napoli (1959), Gianni Franciolini
Gianni Franciolini pasó en su no muy extensa
carrera de las primeras aproximaciones al realismo en el cine italiano –Fari nella nebbia (1940)- a la comedia
de costumbres en la posguerra –sus dos adaptaciones de cuentos de Moravia- para
rematar con esta farsa política poco antes de morir. Ferdinando I, re di Napoli parece hecha como una celebración de
últimas ocasiones, porque también es la última oportunidad de ver juntos en la pantalla
a los tres hermanos De Filippo. Y del encuentro entre Peppino y Eduardo es de
donde surgen los más certeros apuntes de esta celebración del humor como
herramienta para ridiculizar el poder. En un doble sentido, además, porque aunque la acción se sitúa en
la Italia meridional del siglo XIX, sus comentarios sobre el buen gobierno, la
corrupción de la administración, la injerencia de la Iglesia en los asuntos de
Estado y la obligación del pueblo de asumir su propio destino, hablan bien a
las claras de la situación de un país en el que la Democracia Cristiana ha
hecho del clientelismo político una de las bellas artes.
Todo ello puesto en solfa, burla burlando, sin
acritud… Ferdinando I —como sus parientes de por acá— es un monarca castizo al
que le gusta la jarana, el buen yantar, las mujeres hermosas y la emoción del
naipe. Por ello, no duda en vestirse de guappo —lo que en España se conocía como majo o manolo— y lanzarse a la calle, a las
tabernas y a los teatrillos populares, donde se mezcla con su pueblo. Claro
que, a él sólo le interesa mezclarse con la mitad de su pueblo de sexo femenino
y, de esta mitad, en especial, con la hija de Pulcinella (Rosanna Schiaffino),
a la que ha podido ver en un número de proto-striptease.
Ella está enamorada de Gennarino (Marcello
Mastroianni), un músico aliado con la causa revolucionaria, pero acepta los
avances del rey, para luego burlarlo, a fin de dejar vía libre a los partidarios
de la República, que esperan como agua de mayo la llegada de las fuerzas
napoleónicas. Poco tiene que ver con la Historia —así, con mayúsculas- la
figura de este rey flamenco, cobardica y cachondón al que Peppino saca
chispazos en cada intervención. En una solución archiclásica, se hace acompañar
de su criado Mimì (Renato Rascel), blanco de sus explosiones de ira, tanto o
más que sus ministros, tan ineficaces como prevaricadores.
Eduardo es Pulcinella, el Polichinela de la commedia dell’arte metido en la harina de las revoluciones románicas. Más que los aspectos
farsescos de su personaje, le interesa el clown reflexivo, el que se vale del
retruécano y la canción bufa para poner en entredicho al poderoso. No hay nada
que más escueza que esas cancioncillas que van de boca en boca y nadie sabe
quién ha inventado. En descubrirlo pondrá todo su empeño el Borbón. Pulcinella,
que ya se ve pendiendo de la soga con el pescuezo tronchado, aprovecha para
endilgarnos el “recado”. Se trata de un hermoso monólogo de Eduardo en el que
no hace gala de heroísmo alguno. El cómico se puede meter en camisa de once
varas pero nunca deja de ser un cómico y, entre la vida y la muerte, la única
elección posible es la vida.
Una de sus hazañas parece que se basa en un
hecho real y tuvo consecuencias inesperadas en el momento del estreno de la
película. Se inaugura con toda la pompa y el boato que la ocasión requiere una
estatua ecuestre del rey: tribuna de autoridades, banda de música, parada
militar y los napolitanos como coro. Cae la lona que cubre el monumento. Del
cuello del caballo cuelga el siguiente pareado: “A tal señor, tal honor”; en
tanto que la figura del monarca lleva un extraño tocado:
—¿Qué corona es ésa
que me han puesto? —inquiere el rey.
—Majestad… un
orinal.
Parece que en la Italia de 1959 un
descendiente de Ferdinando I decidió que tal afrenta sólo podía ser lavada con
sangre y retó públicamente a duelo al productor y al director.
Los hermanos De Filippo están secundados por una plantilla de cómicos de lujo entre los que destacan
Vittorio De Sica en una de esas figuras abaciales que se fueron una de sus
especialidades en las producciones internacionales en las que participaba como
actor y que se empeña en canonizar al rey en vida a cambio de algunos ascensos
en el escalafón eclesial, el turinés Rascel como el sufrido criado del rey, Mastroianni en el rol del músico enamorado de
la hija de Pulcinella y Aldo Fabrizi en el papel episódico de un rústico que se
va quedando sin pollos a base de sobornos para que el rey reciba una petición
de gracia.
A pesar de todo ello, la película no resulta
gran cosa por la incapacidad de Franciolini para sacar lustre a las
situaciones, componiendo casi siempre el encuadre rutinariamente con los dos o
tres personajes que participan en la escena en planos medios frontales, como si
estuviéramos ante una primitiva realización televisiva. Al menos, esto no nos
impide disfrutar del trabajo de los actores, que es lo que debió pensar
Franciolini cuando dirigió ésta, su última película.
Ferdinando I, re di Napoli (1959)
Producción:
Titanus (IT) / S.G.C. (FR)
Director:
Gianni Franciolini.
Guión:
Pasquale Festa-Campanile, Massimo Franciosa, Gianni Franciolini.
Intérpretes:
Peppino De Filippo (el rey Ferdinando I de Borbón), Eduardo De Filippo
(Pulcinella), Titina De Filippo (Titina), Rosanna Schiaffino (Nannina, su
hija), Renato Rascel (Mimì), Marcello Mastroianni (Gennarino), Vittorio De Sica
(monseñor Salvatore Caputo), Aldo Fabrizi (el campesino de los pollos),
Marcello Leslie Philipps y Jacqueline Sassard (los periodistas ingleses), Nino
Taranto (“Tarantella”, el jefe de policía), Audrey McDonald (la reina
Carolina), Memmo Carotenuto (el vendedor de quesos), Giacomo Furia (Don
Ciccillo), Antoinette Weinen (la condesa Carditello), Marcello Paolini
(Francesco, el hijo del rey), Nino Vingelli.
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