Producción: Lenfilm (URSS)
Director: Klimenty Mints, Grigory Yagdfeld
Interpretes: Yanina Zheymo, Stepan Kayukov, Khasan (Konstantin) Musin, Nikolay Pavlovsky, Sergey Filippov, Ivan Peltzer
Blanco y negro, 36 min.
Un lugar para el encuentro. en el más amplio sentido del término, entre el cine, el circo y las variedades
(A place for the meeting, in the most wide sense of the term, among the cinema, the circus and varietés).
Autores: Sr. Feliú y Javier Jiménez


Su criado, no obstante, le recuerda que “el dinero es la magia más poderosa que hay” y Mr. Gregory se ve obligado a volver a la prosaica realidad del escenario: al clásico conejo, al pañuelo o la mesa bajo cuyo mantel aparece un pebetero ardiendo. Si acaso, entre aficionados, se permite el lujo de mostrar la siniestra cuerda de tres nudos, un artilugio utilizado en Francia para dar garrote a la víctima. Como se trata de una producción verdaderamente modesta todos los trucos están resueltos por corte; de modo que ni siquiera hay ocasión de observar a un ilusionista en acción.
La verdad es que poco importa. La película es recomendable por otros motivos que descubrirán si se pasan por El Desván del Abuelito –cosa que les recomendamos fervientemente-, donde encontrarán un comentario tan acertado como ilustrativo.

El contacto polaco se autodenomina “El Profesor” y es amaestrador de pulgas en un parque de atracciones de Copenhague. Supondremos que se trata del archifamoso Tívoli. Supondremos porque Welles nos muestra un exterior desde una noria y, luego, el reducidísimo decorado en el que el Profesor Radzinski entrena a sus pulgas. Las hace tirar de un carricoche en miniatura y jugar un partido de fútbol. Pero esto, claro, no es suficiente. Para alimentarlas, el Profesor Radzinski las coloca en su antebrazo y las permite beber de su propia sangre.
—Los ladrones —afirma— no son peores que el resto de la gente. Sólo son un poco más estúpidos que los demás. Son las pulgas del mundo.
—¿Y los asesinos? — pregunta retóricamente Guy.
—Después de veinte mil años —sentencia el profesor Radzinski— el asesinato sigue estando en manos de aficionados.
Como muestra de la habilidad de Welles para crear un mundo lleno de sugerencias de la nada, baste reseñar que en el guión inicial este partiquino era el portero de un restaurante parisino de lujo. Un cartel, una lupa y una chistera sirven a Welles para dibujar un personaje dickensiano hasta la médula, tanto en lo físico como en la composición que del tipo hace el actor ruso Mischa Auer.
Aquí tienen la película, busquen la escena:
Stan Carlisle (Tyrone Power) trabaja como charlatán en una feria, un sideshow en el que se ofrecen “nueve números completos” como complemento del Carnaval. Entre las atracciones podemos contemplar a un tragafuegos, a Elektra “la mujer que desafía a la electricidad” (Coleen Gray), al musculoso Bruno (Mike Mazurki), el número de adivinación de Mademoiselle Zeena (Joan Blondell) y el espeluznante geek, “mitad hombre, mitad bestia”. El geek es un clásico de las ferias estadounidenses. Dice la leyenda que Tod Browning –el director de La parada de los monstruos (Freaks, 1932)- llegó a encarnar a uno en su juventud. Se trataba habitualmente de un alcohólico o de un adicto que a cambio de su dosis diaria se revolcaba en sus propios excrementos y arrancaba la cabeza a bocados de gallinas y serpientes vivas.
Cuando arranca la película, el gerente está presentando precisamente este número. Los espectadores no nos dejan ver al fenómeno, pero asistimos espantados con Stan al momento en que le arrojan dos pollos vivos para que los devore ante el público. A su vez, Zeena, contempla a Stan con evidente deseo. En este juego de miradas se puede resumir toda la película: el público, siempre ávido de nuevas sensaciones que Stan está dispuesto a proporcionarles. Tiene un buen profesor, Pete (Ian Keith), el marido alcohólico de Zeena. En el pasado ambos tenían un número que constitutía el acto principal en los teatros de vodevil. Un número de mentalismo cuyo secreto, desvelado sin tapujos, consiste en una clave; una especie de diccionario de expresiones y énfasis que sirve para denominar cualquier objeto y sus características principales. Como en todos estos números, más que la parte mecánica, el truco está en saber aplicar cuatro reglas de sicología básica. Lo descubrimos cuando Pete adivina el pasado de Stan: un niño que corre descalzo por las colinas con un perro… Stan, absorto, dice el nombre del perro. Pete se ríe de él: todos los chavales han corrido alguna vez descalzos y todos han tenido un perro. Stan aplica el mismo método cuando un sheriff pueblerino pretende cerrar el espectáculo por exhibir al geek.
Stan seduce a Zeena pero queda un obstáculo, Pete. Stan lo envenena -¿accidentalmente?, ni él mismo lo sabe- con una botella de alcohol metílico. Una vez despejado el camino del éxito Stan no se para en trabas. En cada peldaño, una mujer, que representa un estadío superior del mundo del espectáculo y la superchería.
Zeena, la adivinadora, le enseña el código secreto y le permite pasar de la condición de charlatán, sólo un escalón por encima del geek, a la de estrella del sideshow. El siguiente paso es Chicago. Y una bella compañera, Molly, la joven que en el Carnaval ejercía de Elektra. Debido a la diferencia de edad Stan debe casarse con ella. No importa. Pero este triunfo también le parece poco. Conoce entonces a la seudo-siquiatra Lilith (Helen Walker), que le pasa información sobre sus pacientes. El último paso es convertirse en un “espiritualista”, cruce de médium y de santo, con Iglesia y emisora de radio propias. El señor Grindle (Taylor Holmes) un acaudalado hombre de negocios, está dispuesto a donar cuanto dinero sea preciso con tal de volver a mantener un vis a vis con su amada fallecida. Stan no duda en empujar a Molly a hacer el papel de la muerta… lo que equivale a proponerle que se entregue al viejo millonario. No puede caer más bajo.
Estamos en el tercer acto de la gran tragedia americana: una vez el protagonista ha tocado el éxito con la punta de los dedos, debe caer. El engaño al señor fracasa y según había predicho el tarot, Stan se convierte en un nuevo Pete, presa de un estupor alcohólico permanente. Entonces tropieza con una feria. Acaso pueda volver a empezar. Pide trabajo como adivinador, pero su mismo alias ya indica que ha tocado fondo: el “Jeque Abradacabra”. El encargado le ofrece un trago de güisqui y el puesto de… Lo han adivinado: el geek –una botella y un rincón para dormir-.
-¿Cree que podrá hacerlo?
La respuesta de Stan es uno de los grandes diálogos de la historia del cine:
-Señor, nací para ello.
Después, la cinta durmió el sueño de los justos. En los años ochenta Fox desenterró su catálogo y tiró copias nuevas de varios clásicos. Se estrenaron entonces en España en versión original subtitulada El diablo dijo no, de Lubitsch, o El filo de la navaja, también protagonizada por Tyrone Power. Sin embargo, El callejón de las almas perdidas sólo fue rescatada en algún pase televisivo nocturno que fue donde uno la vio hace años. Acaso fuera el ambiente insano de la película o lo tardío del horario, la cosa es que dejó huella en mí. Por eso, cuando se editó en DVD corrí a por ella. Es una de las escasas ocasiones en las que una edición española no defrauda: el blanco y negro sigue ahí impecable, el sonido en la versión original es más que correcto y está subtitulada. Aunque yo se la haya contado, véanla. Seguro que descubren que su alma también se ha perdido alguna vez en este callejón.







La acción queda enmarcada en los tres días del Carnaval de Nueva Orleans, el Mardi Gras, a principios de los años treinta. Allí llega el equipo del piloto Roger Shumann (Robert Stack): Jiggs (Jack Carson), el mecánico, LaVerne (Dorothy Malone), paracaidista, y su hijo (Chris Olsen). Ni Roger ni Jiggs saben quién es el padre del niño. Pero Roger perdió una apuesta y a él le tocó casarse con LaVerne. Ella se había enamorado de él al verlo en un cartel, porque Roger es un antiguo piloto de la Escuadrilla Lafayette, un héroe de la Gran Guerra, que durante le Depresión se ha visto obligado, como muchos de sus compañeros, a dedicarse a realizar exhibiciones con aparatos que ya deberían de estar en el desguace. El encuentro con Burke Devlin (Rock Hudson), un periodista alcohólico, sólo sirve para echar más leña al fuego de la tragedia.
Como contrapunto, el carnaval. Durante las fiestas se celebran desfiles de carrozas, hay feria con su sideshow y un espectáculo de acrobacias aéreas. LaVerne realiza un espectacular salto en paracaídas con un vaporoso vestido blanco. A mitad de la caída, se desprende del paracaídas trasero y abre el delantero, al que debe agarrarse mediante un trapecio. Nunca erotismo y riesgo han ido tan de la mano.
Sin embargo, la principal atracción es la competición de velocidad en la que los pilotos deben realizar un circuito sobre el mar, girando alrededor de tres pilones piramidales colocados en la orilla. Para que no falte ni un ingrediente en el melodrama, el pequeño Jack contempla la carrera desde el avioncito de una de las atracciones. ¿Qué mejor metáfora de quien no va a ninguna parte? Es la vida de los feriantes: ese continuo viaje en el vacío. La trashumancia impide que la herida de la soledad cicatrice.
El monólogo trabucado del periodista autodestruido por la bebida que pretende realizar el reportaje de su carrera a partir de estas vidas destrozadas, verbaliza con lucidez la belleza del fracaso: “Yo, Burke Devlin, tengo la historia. La tengo escrita en el corazón. ¿Quiere saber cómo la conseguí? Arrastrándome por el barro, revolcándome en el lodo, buscando la verdad y la belleza donde nadie hubiera esperado encontrarla”.