13 de noviembre de 2010

Méliès, narrador cinematográfico


Les Incendiaires
(1906), Georges Méliès 

Mucho se ha escrito sobre el estilo elemental de Méliès como narrador cinematográfico. Al fin y al cabo, sus películas no dejarían de ser fantasías que no podían tener lugar en un escenario. Lo mismito que Busby Berkeley sólo que éste utiliza la planificación y el montaje de forma tan imaginativa que finalmente sus filmaciones de coreografías devienen casi piezas abstractas. En cambio para Mélies, pionero del cinematógrafo primitivo, cada escena está concebida como una unidad con reglas propias y es dentro del propio plano donde realiza las mil diabluras que le permiten la combinación de su creciente repertorio de trucos cinematográficos. La gramática, tal como la entendemos a partir de Griffith, resulta hoy un poco elemental. Claro que Méliès no postula sus películas como ejercicios narrativos sino como grandes espectáculos. Para ello se abre paso a machetazos en la selva inexplorada de la ilusión cinematográfica. Nadie antes que él se ha aventurado por estos terrenos y los demás siguen su senda apenas abierta. Carece de mapas y la única brújula es su talento. De ahí que su tarea sea homérica. 

Del espectáculo a la narración 
En Rêve de Noël [298-305] (1900) no hay montaje pero sí una serie de encadenados sobre diversos cuadros muy breves: uno de ellos muestra a los ángeles repartiendo regalos a través de las chimeneas. Otro encadenado, de mayor interés desde el punto de vista narrativo, se produce cuando un grupo de niños dobla las campanas y vemos un plano de detalle de una de ellas tañendo.

Algo totalmente inusual en el modo de de contar de Méliès en el que la figura humana está siempre presente, aunque sea como alegoría planetaria o como árbol viviente... Hay que tener en cuenta que estos efectos no se realizaban en el laboratorio sino en la propia cámara, haciendo un fundido en negro y rebobinando al película para realizar el efecto contrario de apertura.


Une Chute de cinq étages [789-790] (1906) juega con dos cuadros. En el primero la escena culmina en el momento en el que la cámara del fotógrafo cae por la ventana de l estudio. El siguiente cuadro presenta a unos personajes en la calle y la caída del aparato. Cada una de las dos escenas se basa en un efecto cómico diferente. La torpeza del ayudante en la primera y ese animal monstruoso al que el guardia torea en la segunda.

Jack le ramoneur [791-806] (1906) es un intento de narrativa larga con poca pericia. Lo que hace Méliès aquí es acumular cuadros de muy distinta índole. Jack es un muchacho al que un deshollinador explota, dada su habilidad para ascender por las chimeneas. Tienen esta parte un aroma al tipo de drama social realista que pronto practicaría Feuillade. Pero lo que se conserva de la película arranca con un sueño en el que Jack se ve a sí mismo en un reino subterráneo en el que se le ofrecen toda clase de espectáculos prodigiosos y un tesoro. La vuelta a la realidad es durísima, pero en el interior de una chimenea encuentra un tesoro auténtico. El patrón quiere apropiárselo y la persecución que ocupa los últimos cuadros adquiere tintes de farsa bufa.

Maestro del suspense (con permiso del tío Alfred) 
Este mundo de delincuencia da lugar a giros inesperados. Les Incendiaires [824-837] (1906), historia granguiñoleca de un grupo de facinerosos que incendian una granja y son perseguidos por la policía, alterna los exteriores en los que los agentes siguen a los asesinos con escenas en la guarida. Algunos bandidos se hacen pasar por muertos y atacan a los representantes de la ley cuando estos irrumpen en el refugio. Ni corto ni perezoso, uno de ellos, agarra un hacha y la hunde -paso de manivela mediante- en el cráneo del criminal. Estos momentos en que “naturalismo” y grand-guignol se dan la mano nos preparan para lo que viene. El cabecilla es apresado. Méliès lo saca en su celda de condenado a muerte, presa de terribles pesadillas. De pronto, la pared de la celda se disuelve y es como si a través de ella pudiésemos ver la guillotina que se alza al otro lado, en el patio de la prisión.

El penúltimo cuadro de Les Incendiaires es sencillamente, un número de magia de salón al que se aplica con maestría la técnica del suspense. Ante nuestros ojos se desarrollan todos los preparativos para la ejecución. Se revisan los mecanismos una y otra vez, con insistencia macabra. Los ayudantes traen un gran cesto que colocan junto a la maquinaria mortal. Por fin, se da aviso de que puede entrar el reo. Éste tarda en aparecer, pero cuando lo hace todo sucede a una velocidad de vértigo. Su cuerpo es colocado en la tabla, un cepo sirve para colocar el cuello en la posición exacta. La cuchilla desciende. La cabeza cae en una caja. Los operarios trasladan el cuerpo mutilado al cesto y el verdugo saca la cabeza de la caja y la coloca junto al cadáver. Mientras los demás salen, el verdugo -el propio Méliès, por supuesto- se queda limpiando el artilugio. El efecto no puede ser más estremecedor.

El último cuadro, hoy desaparecido, mostraba a los enterradores metiendo el sencillo ataúd en la fosa sin ceremonia ninguna, con la sola presencia del guardián del cementerio. De hecho, la Star Film, la productora de Méliès, ofertaba el título sin estos dos últimos cuadros debido a su crudeza, en un alarde promocional que sólo llegaría a igualar el psicotrónico William Castle cincuenta años después. 

Les Incendiaires (1906) 
Producción: Star Film (FR) 
Dirección: Georges Méliès. 
Guión: Gaston Méliès. 
Blanco y negro.

2 comentarios:

angeluco10 dijo...

¡Qué nadie le quite a Melies el apelativo de genio!.
Estamos hablando de 1900 a 1910 y del nacimiento del cine como espectáculo no de 1950,1970 o 2010.
Muchas gracias por esta serie de artículos,me están gustando muchísimo.

Sr. Feliú dijo...

Agradecidos quedamos nosotros por su agradecimiento, don angeluco. Y aún nos queda cuerda con el asunto.