Carnival of Souls (El carnaval de las almas, 1962), Herk Harvey
A principios de los años sesenta del pasado siglo Herk Harvey y John Clifford trabajan en un estudio dedicado a rodar películas industriales y educativas en una pequeña ciudad de Kansas. Cilifford escribe esos guiones en los que una pareja quiere un seguro de vida y termina corriendo por el campo a la puesta del sol con sus hijos. Harvey los rueda con convicción y, a veces, se hace cargo también de alguno de los papeles. La vida discurre plácidamente. Hasta que un día…
Un día, volviendo de unas vacaciones en el estado de Utah, Harvey descubre la mole imponente de un parque de atracciones abandonado a la orilla del Lago Salado. Saltair fue construido por los mormones en 1890 como un lugar de ocio familiar. Su estructura original se erguía sobre un muelle sostenido por dos mil pilones que se hundían en las aguas del lago. Un incendio destruyó en 1925 el pabellón principal, acaso como castigo divino porque el recinto permaneciera abierto los domingos y en él se expendiera alcohol.
Se reconstruyó un poco más allá, conservando la estructura de palacete arabizante para el edificio central. Las atracciones tomaron entonces un lugar secundario ante lo que se llamaba el Pavillion, un salón de baile que se consideraba la más grande del mundo y por la que pasaron la orquesta de Glenn Miller y otras populares “big bands” de la época. Pero la Depresión de principios de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial supusieron un nuevo revés del que Saltair nunca se recuperó. En 1933 las aguas del lago Salado habían retrocedido, dejando las construcciones en tierra de nadie y con los viejos pilones surgiendo del barro cual fauces amenazantes del dragón del olvido. Cuando Harvey pasó por allí, Saltair llevaba cuatro años cerrado a cal y canto. El decorado ideal para el clímax de una película. Y una película de veras: un largometraje que obedezca tan solo a las leyes de la fantasía, no a las del cliente o a las de la administración.
De regreso a casa se lo cuenta a su amigo Clifford, La idea le parece estupenda. También a él le apetece cambiar de aires. Abren una suscripción para financiar su proyecto y consiguen en un fin de semana 13.000 dólares. Son tiempos prósperos y los vecinos de Laurence (Kansas) tienen necesidad de soñadores en los que invertir. El reparto se completa con actores locales, probablemente los mismos que acaban de trabajar en ese documental sobre la prevención de enfermedades venéreas. Las localizaciones son las que frecuentan en sus dramatizaciones publicitarias. ¿No hicieron el año anterior un reportaje sobre una empresa local que se dedicaba a la construcción de órganos para iglesias? Podrían pedir permiso y rodar allí algunas secuencias.
Clifford y Harvey suelen sentarse por la noche en casa a ver qué sorpresa les depara Rod Serling en el nuevo capítulo semanal de The Twilight Zone. También han ido al cine cuando pasaron Psycho (Psicosis, Alfred Hitchcock, 1960). Y si no han visto Vampyr (Hans T. Dreyer, 1931), la han soñado.
Clifford imagina a Mary Henry, una mujer perfectamente racional que salva la vida cuando su coche cae al río. Imagina que esa mujer toca el órgano profesionalmente, sin que la inspire el más mínimo sentimiento religioso. Imagina que la han contratado para tocar en una iglesia en el estado de los mormones y que, nueva Marion Crane, viaja sola en un coche. Imagina que un fantasma se asoma por la ventanilla mientras conduce a toda velocidad. Imagina que ve la silueta ominosa de Saltair en la carretera y que se siente inexplicablemente atraída hacia allí. Imagina una casa de pensión anodina donde Mary se cree a salvo. Imagina un parque de atracciones donde habita el horror.
Y Harvey rueda todo eso y más. Rueda el ojo del vecino de Mary mientras la ve salir del baño con la convicción con la que Hitch rodó la pupila escrutadora de Norman Bates y la de Marion, que ya no mira nada. Rueda un mundo de sin sonidos que es el más aterrador de los infiernos, metáfora impúdica de la misantropía y frigidez de Mary. Se rueda a sí mismo, maquillado de blanco, como no sabemos si risueña o sardónica aparición espectral. Rueda una colchoneta fantasma en un tobogán vacío. Y, sobre todo, rueda un clímax, entre el lirismo y el “grand guignol”, en el que saca todo el partido al decorado que inspiró la película.
Carnival of Souls (El carnaval de las almas, 1962)
Producción: Harcourt Productions (EEUU)
Director: Herk Harvey.
Guión: John Clifford.
Intérpretes: Candace Hilligoss (Mary Henry), Frances Feist (Mrs. Thomas), Sidney Berger (John Linden), Art Ellison (el cura), Stan Levitt (doctor Samuel), Herk Harvey (“el hombre”), Tom McGinnis, Forbes Caldwell, Dan Palmquist, Bill de Jarnette, Steve Boozer, Pamela Ballard.
78 min. Blanco y negro.
5 comentarios:
Un filme sorprendente como pocos, rebosante de talento, como se dice ahora, y falto de duros. Un placer conocer todos esos detalles -lo de que habían rodado anuncios de órganos de iglesia es esclarecedor respecto al bizarro oficio de la protagonista-; ignoraba también que el escalofriante rostro que se asoma a la ventanilla del coche en plena carrera correspondiese a uno de los dos directores... Informaciones impagables, de las que tanto agradecemos los fans...
Y sí, conociendo las malas mañas que se gasta Yavéh, seguro que les quemó el Palacio a los mormones por borrachines y casquivanos...
¡Dios de la venganza!
Gracias por su visita, sus nietos que bien le quieren
Fantástico artículo,corro a buscar esta película.
Muchas gracias por haberme hecho conocer su existencia.
Ya sabe que para eso estamos, don angeluco.
Agradecidos por su visita.
No lo dude ni un momento, Angeluco...
Publicar un comentario